“La conciencia es la voz de Dios”, nos han dicho desde
pequeños. ¿Es cierto?
Bert Hellinger, el creador de Constelaciones
Familiares, descubrió que esa voz que
nos guía interiormente sobre lo que es bueno o malo no proviene de Dios, sino
de la familia y demás grupos a los que a la persona le interesa pertenecer, y en
cada grupo cambia. Un hombre que en el bar y con amigos hombres habla de
múltiples aventuras sexuales, en casa posiblemente asegura que es fiel a su
mujer, porque en cada grupo paga el precio de pertenecer: ser similar,
parecerse a los otros miembros, pensar igual que ellos.
Cada familia y grupo tienen su código de normas sobre lo
que está prohibido y permitido para sus miembros. Generalmente, este código es
tácito y se aprende por la convivencia. Transgredir dicho código da mala conciencia y nos pone en peligro de
ser rechazados, señalados o expulsados. Ser “la oveja negra” de un grupo
significa que la persona en cuestión de alguna manera no se ha sometido al código grupal, lo ha
transgredido y el grupo le aplica castigo, aun si la transgresión fue para
defender su autonomía. En cambio, ser “el más popular” o “el más respetado”
quiere decir que ese miembro tiene todo el derecho a pertenecer, porque se ha
sometido a todas y cada una de las normas del código grupal.
Los seres humanos nacemos con un “sentido” similar al del
equilibrio físico, que nos avisa si nuestros pensamientos y conductas favorecen,
o ponen en peligro, la pertenencia a nuestros grupos importantes. Dicho sentido
conforma la conciencia moral. ¿Cómo funciona? Cuando tenemos garantizado el
seguir perteneciendo, nos da una grata sensación de inocencia o buena conciencia; pero si ponemos en
riesgo el pertenecer, la sensación es muy molesta, de incomodidad o mala conciencia. Hay quienes afirman que
uno es capaz de morir, o de matar, por conservar la buena conciencia. ¿Suena
exagerado? Tal vez no lo sea.
Nuestra necesidad de sabernos pertenecientes y aceptados
es tan apremiante, que tendemos a evitar aquellos pensamientos y acciones que
pudieran atraernos el repudio del grupo, y si no los podemos evitar, los
ocultamos. Hasta aquí no tiene cabida la autonomía, ni la individualidad ni el
ser diferentes. Cada persona que quiera ser autónoma o diferente, debe cargar
con mala conciencia aun por quererlo, ya no se diga por serlo.
La buena conciencia
explica muchos conflictos sin solución que se dan dentro de las familias y
otros grupos con poder. Imaginemos que dentro
de una dinastía de religión judía, uno de los miembros se convierte al
catolicismo; es posible que “los buenos”, porque que se conservan fieles a las
creencias del grupo, hostilicen al apóstata y lo consideren oveja negra. Por su
parte, el “malo” o converso, sufre un sentimiento de culpa o mala conciencia
que lo presiona para que abandone su decisión de ser diferente. O si en una
familia “tradicionalmente decente”, uno de los hijos decide vivir el amor
libre, se vuelve vago o se declara homosexual, no sería raro que los padres,
“por el bien del hijo y de la familia”, corran a éste de la casa y prohíban a
los demás que lo busquen. O sea, que la buena conciencia no siempre nos empuja a hacer el bien ni nos aleja del mal.
En todo lo descrito está ausente el libre albedrío; se
refiere a lo que nos ha sido inculcado, que no siempre es conflictivo. Para que
el libre albedrío exista, se necesita una ampliación de la conciencia, palabra
que en este caso significa darse cuenta, estar consciente, elegir. El libre
albedrío debe pagar un costo: la mala conciencia. La persona que se niega a
pagar dicho costo, obtiene buena conciencia por pensar y actuar como su grupo.
Saber resistir la incomodidad de la mala conciencia es indispensable para que
la persona use su libre albedrío. Si puedo soportar mi mala conciencia y
persistir en la diferencia, sin dejar de amar a los de mi grupo, se me abre la
posibilidad de crecer; si no, resiento su desafecto y me percibo como víctima.
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