Nuestras actividades intelectual y afectiva son “dos
piernas” que nos sostienen y mantienen funcionando. La intelectual colecciona
datos y habilidades para procesarlos; la afectiva, emociones, sentimientos y
actitudes. En el lenguaje diario, atribuimos la primera a la cabeza y la
segunda al corazón; mencionarlas como “piernas” sólo lleva la intención de
verlas como sostén y posibilidad de llegar a donde queremos.
En ocasiones, estas dos “piernas” no están de acuerdo entre
sí; un jovencito saca buenas calificaciones, pero lo expulsan porque riñe con
sus compañeros. Un gerente lleva su empresa a logros espectaculares, pero acosa
a las secretarias y quiere acostarse con todas ellas. Para ambos, la “pierna afectiva”
es fuente de problemas. Y lo opuesto: Un jovencito es muy popular entre sus
compañeros, pero no estudia ni entrega trabajos a tiempo, sus maestros hablan
con él y él les promete cosas que nunca cumple, porque no puede, le faltan
conocimientos. Una secretaria es afectuosa y se hace querer de todo mundo, pero
no sabe discernir entre un cargo y un abono y mezcla todo haciendo un
revoltijo que nadie entiende. Para estos dos, la fuente de problemas es la
“pierna intelectual”. El psicólogo Daniel Colleman llama “Inteligencia
emocional” a la capacidad para hacer que estas “dos piernas”, la intelectual y
la afectiva, marchen de acuerdo y sin sabotearse una a la otra.
Generalmente, Los padres estamos dispuestos a grandes
sacrificios y desembolsos para que nuestros hijos tengan la mejor educación
académica. Que sepan cosas. Que adquieran habilidades. Que su “pierna intelectual”
esté fuerte y poderosa. No así con la afectiva: con frecuencia nos sentimos
confundidos ante ella y en lugar de buscar ayuda para también fortalecerla, lo
que buscamos son culpables: el hijo mismo, la pareja, la televisión, los
maestros o un largo etcétera. Una vez “localizado el culpable”, deploramos
nuestra mala suerte sin hacer nada. Y si alguien nos menciona recursos que
podrían mejorar la situación, como psicoterapia, talleres, diplomados o un buen
libro de ayuda, decimos: “No me sobra tiempo”, o “¡está muy caro!” Posiblemente
esta indiferencia se deba a que vivimos en un mundo materialista donde lo que
no se ve, no existe. También puede ser impotencia; adivinamos que nosotros
solos no seremos capaces de solucionar el asunto, porque está demasiado enredado
o porque ya lleva mucho tiempo en casa, quizá varias generaciones. Pero cuando
la persona en cuestión cae en una crisis nerviosa incapacitante, entonces sí
desembolsamos grandes cantidades en su recuperación.
Todos podemos cooperar para que en la familia haya
inteligencia emocional. He observado que en el Diplomado de Constelaciones
Familiares que impartimos, predomina la presencia de alumnos relativamente
jóvenes; pocos adultos mayores asisten, no obstante que son ellos los que han
pasado la estafeta a las generaciones siguientes -con todo lo que esto implica
para el desarrollo afectivo- y también son ellos quienes pueden “otorgar permiso”
para que hijos y nietos tengan inteligencia emocional. La influencia de abuelos
y abuelas dentro de la familia es impresionante, y lo mismo su poder para deshacer
nudos y enderezar entuertos afectivos. Posiblemente algunos piensan que su
papel se ha vuelto secundario e incluso que sienten relegados; sin embargo,
ellos pueden trabajar como nadie a favor de todos los miembros de su familia, y
cuentan con el tiempo que a los más jóvenes hace falta. Un abuelo o una abuela
que ordena su propia mente en orden a la reconciliación, automáticamente introduce
orden y reconciliación en su familia, porque somos como vasos comunicantes: lo
que se agrega en uno, se extiende a los demás.
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