lunes, 22 de abril de 2019

FIESTA DE PASCUA


Imposible para mí dejar pasar la Pascua, fiesta de la resurrección, sin una mención especial. Se trata de una conmemoración milenaria (de al menos cuatro mil años) que la herencia judeo-cristiana entregó a nuestra cultura. Aun los no practicantes y los que nada saben de religiones, saben que existe una Semana Santa durante primera luna llena de primavera, y termina el Domingo de Pascua. 

Antes de nuestra era y de que comenzáramos a contar los años desde 1, 2, 3 y siguientes, ya los judíos celebraban esta fiesta recordando que Dios los liberó de la esclavitud y luego los protegió y alimentó en el desierto. 

Para mí, el concepto anterior ha sido tan vital que cuando fundé un centro de atención psicológica lo llamé “Clínica Pascua”; es decir, lugar donde se da un paso fundamental desde vivir uno distraído o medio muerto, a resucitar a la plenitud del propio ser; de ahí el lema: “Vuelta al ser”, que no es “búsqueda del ser” ni “investigación del ser”, sino vuelta, regreso, recuperación de lo que cada uno es, de su esencia que nunca lo abandona, de sí mismo, la exploración y descubrimiento de las características y recursos que uno ya posee.

Esta visión del ser humano como completo y perfecto desde su inicio, trayendo dentro de sí mismo todo cuanto necesita para sobrevivir y desarrollarse (mediante la interacción de otros humanos, por supuesto), es distinta a las visiones en las que se lo considera poseedor de una naturaleza mala y con inclinaciones enfermizas, al que se debe domar y forzar a ser distinto. 

También la educación y la disciplina se ven con otros ojos en cada una de estas perspectivas.  En la primera, la educación consiste en descubrir las características del educando y brindarle oportunidades para que las desarrolle, y la disciplina sería apoyarlo para que no se desanime y jamás se pierda de vista a sí mismo. En la segunda, la educación consistiría en ajustar al educando a los usos, costumbres y pensamientos de la cultura uniformándolo a ellos, y la disciplina sería la exigencia constante a que se adapte, obedezca y deje de rebelarse.

No siempre es fácil para las personas cambiar de una perspectiva a la otra. Cuando alguien se ha formado creyendo que “la letra con sangre entra”, “a mí mis padres me azotaron e hicieron bien” o “en cuanto uno se descuida muestra el cobre”, le da trabajo creer que los humanos y hasta las mismas plantas crecen mejor con amor. Lectores me han escrito invitándome a rectificar cuando digo que hay que amar también los propios defectos, y dicen: ¿Así cómo voy a corregirme? Con amor, comprensión y paciencia, sería la respuesta.

Es obvio que uno hace más caso por la buena que con insultos o cachetadas. Y que realiza los cambios con mejor estado de ánimo si se ama y acepta uno mismo, que si se siente malo y despreciable.

Me fascina la idea de la resurrección, que la persona concreta, de carne y hueso, sea revivida y llevada a un estado de plenitud. Dicha idea se puede aplicar a esta existencia limitada por el tiempo entre el nacer y el morir, y también al más allá. Yo pienso con mayor frecuencia en el más acá, sin esperar la muerte para que suceda.

Me gusta pensar que la liturgia católica expresa lo mismo en su calendario; el tiempo de Pascua desemboca en Pentecostés o iluminación del Espíritu Santo. Luego, le siguen numerosas semanas de “entre año”; o sea, de vida cotidiana ya dentro de la iluminación recibida. Todos iluminados. Me encanta visualizar a seres humanos luminosos que viven llenos de amor por sí mismos y los demás.

“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com 

lunes, 8 de abril de 2019

PENSÁNDOLO BIEN


Bueno y oportuno el artículo del 26 de marzo. Tengo una duda. Dice: “Ambas culturas cometieron demasiadas barbaridades y de haber podido hubieran cometido más”. ¿Los de aquí, qué barbaridad cometieron con los españoles? Ellos invadieron, eran los intrusos en nuestra casa, invasores. ¡Que venga la disculpa, malditos! ¿Podría escribir otro artículo titulado: PENSÁNDOLO BIEN...?

 OPINIÓN

Pensándolo bien, sí, daré nuevas respuestas de tipo psicológico respecto al significado que tienen, para nosotros, hoy, unos acontecimientos de hace 500 años. 

Es verdad lo que dices que a quienes llamo cultura padre, los conquistadores, eran intrusos en nuestra casa, invasores. Nadie pone en tela de juicio que cometieron demasiadas barbaridades y un genocidio en todos los sentidos, al intentar la eliminación y subordinación sistemática de los naturales por menosprecio a su raza, etnia, religión, política y nacionalidad. Tampoco puede negarse que fueron los padres en el mestizaje.

¿Qué barbaridades cometió la cultura madre, indígena, con los españoles? 

Aparte de odiarlos y ofrecer en sacrificio los corazones de los que pudo atrapar, la peor barbaridad que cometió la cultura madre fue ayudar a los invasores a conquistarla, entregarles su propio poder y encumbrarlos al punto de que se adueñaran de estas tierras. Pelearon indígenas contra indígenas. Tenían un motivo: querían liberarse de la cruel dominación de los mexicas. Y por andar pidiendo ayuda extranjera cayeron de la sartén a las brasas. Las ayudas extranjeras nunca son gratis.

Pensándolo todavía más... La analogía de llamar padre y madre a las culturas protagonistas también es hija de una civilización machista y discriminadora de la mujer. Encierra una proyección mental que atribuye a lo masculino la violación, el dominio, la crueldad, el despojo de la propiedad y de la identidad. Cliché. Y refiere a lo femenino la entrega del propio poder, la abnegación, el ser objeto de explotación y el servilismo propio de las víctimas. Cliché. Ni todos los españoles fueron “masculinos”, ni todos los indígenas “femeninos” o pasivos, hubo rebeliones y guerra.

En estos clichés seculares resulta difícil discernir si son influencias de la conquista o se trata de estereotipos mentales adquiridos hace aún más tiempo que 500 años.

Mi madrecita santa estuvo casada con un mal hombre: mi padre. Es una expresión que se escucha o revive con frecuencia y puede ser un calco o reproduzco de aquella triste historia: hombre abusivo y dominante que no respeta a la mujer ni cuida del hijo, mujer que no reconoce su propio poder y se siente virtuosa al soportar malos tratos por amor a los niños, mientras critica constantemente al padre pero no lo deja, etc., etc. Situaciones similares podrían considerarse reminiscencias de aquella tragedia de la que no hemos sabido diferenciarnos.

Insisto en que ninguno de los actuales estaba vivo durante los hechos de hace 500 años y por lo tanto, ni son nuestra culpa ni podemos cambiarlos. Son hechos. Pasados. Los vivieron otras personas, no nosotros. Se nos quedaron como herencia para solucionar, o destino para repetir. 

No es divertido ser víctimas. Entregaríamos nuestro poder si pensáramos: Seré feliz hasta que el rey o el papa se disculpen, parecido a: No puedo ser feliz hoy porque tuve una infancia desastrosa. Exigir un mejor pasado es un delirio imposible, y las disculpas posteriores sirven de poco o nada, salvo que las formule el que cometió el error, y en este caso todos están muertos. 

Hoy, podemos tomar nuestro propio poder y decir: Queridos ancestros indígenas y españoles, dejo en ustedes la responsabilidad, el mérito y la culpa de sus vidas. Les pertenece. Gracias por pasar la vida, tomo la mía tal como me ha sido dada y hago de ella algo que me guste y satisfaga. Soy consciente de mi grandeza, que no depende de las opiniones de nadie ni de los hechos del papa o del rey. Soy grande por mí mismo el día de hoy.
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lunes, 1 de abril de 2019

SOBRE LAS DISCULPAS


Con el revuelo que armó la petición de disculpas al rey español de parte de nuestro presidente López Obrador, me acordé que en mi libro “El que se fue a la villa” describo simbólicamente la Conquista y  nuestras dos culturas ancestrales; a la española como padre, porque llegando de fuera embarazó a la cultura madre, la indígena, que estaba aquí, en su casa, y engendraron a un hijo mestizo: México. 

Ninguna de las dos culturas progenitoras era de sólo santos o sólo diablos, sino de simples seres humanos envueltos en una guerra. Ya sabemos que la guerra saca fuera los contenidos más nefastos del corazón. Ambas culturas protagonistas cometieron demasiadas barbaridades y de haber podido hubieran cometido más, no se exterminaron entre sí porque el hijo tenía y tiene alma de sobreviviente. Trágico y doloroso el encuentro que dio origen a México, mezcla de amor-odio, atractivo-rechazo y culpa por ambos lados. La gestación del nuevo país ocurrió entre las broncas de unos progenitores que mutuamente se odiaban a muerte o por lo menos se tenían recelo y rencor. No se respetaban.

La cultura padre, a fin de conservar su predominio, le enseñó a su hijo que era inferior y debía avergonzarse de su madre; ésta a su vez le enseñó al hijo a sobrevivir siendo servil y le inculcó odio contra su padre, al tiempo que lo alentaba a ser rico y triunfador como él. Así transcurrió la época del embarazo, la Colonia. 

500 años después, sigue siendo frecuente que alguien se sienta superior si es “güero” e inferior si es cobrizo y que, siendo de cualquier color, llame “inditos” a sus hermanos o los mire con lástima. Lo opuesto se da un poco menos, los que se vanaglorian de su sangre indígena y reniegan u odian a la española. ¡Paradigmas inculcados que son inconscientes pero se viven! 

México debía nacer y tener nombre e identidad como país. Su parto fue la Independencia, igual de trabajoso que su gestación. 

Como todo hijo, había recibido de sus progenitores montón de características positivas y negativas, como audacia, ingenio, docilidad, resiliencia y tantas otras, junto con un conflicto interno que es una herida: desconfía de sus raíces y no se enorgullece de ellas. En ocasiones, elige a una de sus dos estirpes para idealizarla y despreciar a la otra, aunque ambas convivan en su interior. Cambiar de linaje favorito (asesinando al otro en el propio corazón) no soluciona el problema; de todas maneras ambos forman parte de su ADN.
Siempre ha sido, para cualquier hijo, una tarea personal y muy ardua tomar a sus padres tal como le tocaron, respetar el libre albedrío de sus vidas y dejar con ellos las elecciones que hicieron, para poder él saberse libre de cargas, vivir su propia vida y ser responsable sólo de sus propias decisiones.

¿Y las disculpas? ¿Quién debería disculparse ante quién, 500 años después? En otro de mis libros, “Lo mejor de lo peor”, hablo de que sólo el dueño del problema puede solucionarlo, nadie más. Ninguno vive por otro, come por otro o aprende por otro. A nuestros ancestros les tocaba disculparse mutuamente, era su vida; si no pudieron solucionar sus problemas, de ellos, los descendientes sólo podemos solucionar los nuestros. Nunca los suyos.

En Constelaciones Familiares se ve lo mismo. El ancestro nace antes y el descendiente, después. Nadie que llega después puede en verdad solucionar nada en lugar de alguien que llegó antes. Si pretende hacerlo, le tocará vivir la tragedia y el fracaso, como el hijo que venga la muerte de sus padres y se hunde junto con a su familia en la desdicha, o la mujer que pretende vengar los ultrajes que sufrieron otras mujeres y se incapacita para una relación armoniosa con el hombre. 

Cada quién su vida, sus decisiones y responsabilidades.

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