Imposible para mí dejar pasar la Pascua, fiesta de la
resurrección, sin una mención especial. Se trata de una conmemoración milenaria
(de al menos cuatro mil años) que la herencia judeo-cristiana entregó a nuestra
cultura. Aun los no practicantes y los que nada saben de religiones, saben
que existe una Semana Santa durante primera luna llena de primavera, y termina
el Domingo de Pascua.
Antes de nuestra era y de que comenzáramos a contar los
años desde 1, 2, 3 y siguientes, ya los judíos celebraban esta fiesta
recordando que Dios los liberó de la esclavitud y luego los protegió y alimentó
en el desierto.
Para mí, el concepto anterior ha sido tan vital que
cuando fundé un centro de atención psicológica lo llamé “Clínica Pascua”; es
decir, lugar donde se da un paso fundamental desde vivir uno distraído o medio
muerto, a resucitar a la plenitud del propio ser; de ahí el lema: “Vuelta al
ser”, que no es “búsqueda del ser” ni “investigación del ser”, sino vuelta,
regreso, recuperación de lo que cada uno es, de su esencia que nunca lo
abandona, de sí mismo, la exploración y descubrimiento de las características y
recursos que uno ya posee.
Esta visión del ser humano como completo y perfecto desde
su inicio, trayendo dentro de sí mismo todo cuanto necesita para sobrevivir y
desarrollarse (mediante la interacción de otros humanos, por supuesto), es distinta
a las visiones en las que se lo considera poseedor de una naturaleza mala y con
inclinaciones enfermizas, al que se debe domar y forzar a ser distinto.
También la educación y la disciplina se ven con otros
ojos en cada una de estas perspectivas. En
la primera, la educación consiste en descubrir las características del educando
y brindarle oportunidades para que las desarrolle, y la disciplina sería
apoyarlo para que no se desanime y jamás se pierda de vista a sí mismo. En la
segunda, la educación consistiría en ajustar al educando a los usos, costumbres
y pensamientos de la cultura uniformándolo a ellos, y la disciplina sería la
exigencia constante a que se adapte, obedezca y deje de rebelarse.
No siempre es fácil para las personas cambiar de una
perspectiva a la otra. Cuando alguien se ha formado creyendo que “la letra con
sangre entra”, “a mí mis padres me azotaron e hicieron bien” o “en cuanto uno
se descuida muestra el cobre”, le da trabajo creer que los humanos y hasta las
mismas plantas crecen mejor con amor. Lectores me han escrito invitándome a
rectificar cuando digo que hay que amar también los propios defectos, y dicen:
¿Así cómo voy a corregirme? Con amor, comprensión y paciencia, sería la respuesta.
Es obvio que uno hace más caso por la buena que con
insultos o cachetadas. Y que realiza los cambios con mejor estado de ánimo si
se ama y acepta uno mismo, que si se siente malo y despreciable.
Me fascina la idea de la resurrección, que la persona
concreta, de carne y hueso, sea revivida y llevada a un estado de plenitud.
Dicha idea se puede aplicar a esta existencia limitada por el tiempo entre el
nacer y el morir, y también al más allá. Yo pienso con mayor frecuencia en el
más acá, sin esperar la muerte para que suceda.
Me gusta pensar que la liturgia católica expresa lo mismo
en su calendario; el tiempo de Pascua desemboca en Pentecostés o iluminación
del Espíritu Santo. Luego, le siguen numerosas semanas de “entre año”; o sea,
de vida cotidiana ya dentro de la iluminación recibida. Todos iluminados. Me
encanta visualizar a seres humanos luminosos que viven llenos de amor por sí
mismos y los demás.
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