“¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?” A esta pregunta
clásica se parece esta otra: ¿la inteligencia artificial copia a la natural o es
al revés, comprendemos más la natural debido a la artificial?
Nuestro teléfono inteligente es capaz de reconocer a una
persona o una cosa y darnos información sobre la imagen que capta. ¿Cómo lo
hace? Un buen programador podría decirnos cuántos bits de información ocupa cualquier
ordenador para reconocer una firma, una huella digital, un rostro o un objeto y
con qué tipo de archivos debe comparar su consulta, a fin de darnos una
respuesta. Antes de que funcione la inteligencia artificial, hubo un enorme
trabajo de acumulación de datos.
Al parecer, las dos inteligencias, natural y artificial,
utilizan los mismos elementos: una percepción, un procesador que compara el
nuevo conjunto de datos con otros ya existentes, y un resultado que es “traducción”
subjetiva del mundo. Por ejemplo: el ojo ve ondas luminosas de color anaranjado
que tienen forma redonda, las “traduce”
en impulsos nerviosos que van al Sistema Nervioso, éste los compara con todo lo
que ya conoce y determina: es “naranja”, “orange”, “laranja” o lo que haya
aprendido antes, y nunca, leíste
bien, nunca, puede estar totalmente seguro de que lo que percibió es
exactamente lo que está ahí, pues queda un margen para el error. A lo mejor era
una bombilla anaranjada o una zanahoria en forma de bola y no las distinguió
bien. Luego, la persona investiga con otras que le responden “sí, es naranja” y
entonces se siente segura de lo que vio, porque alguien más lo ve igual.
Este procedimiento parece simple y no lo es, porque llega
a elaborar abstracciones sumamente sofisticadas. De él depende la cultura. Un
gran número de personas aprende a percibir de manera similar. Eso basta para
que dicho grupo se crea en posesión de la única verdad objetiva que existe en
el universo, y se comporte en conformidad.
Tomemos como ejemplo la idea de “guerra” entendida como
un grupo de humanos armados que se disponen a matar y vencer a otro grupo de
humanos. A través de la Historia encontramos explicaciones muy dispares de este
comportamiento: “La guerra es un recurso indispensable para obtener la paz”, “a
la guerra se va por lealtad al propio rey (líder, Dios, presidente, etc.), “se
va por patriotismo”, “se va en defensa de la propia dignidad”, “es la mayor
irracionalidad del ser humano”...
Generalmente, las formas compartidas de percibir el mundo
están compendiadas en lo que se ha dado en llamar “opinión pública” y también
“sentido común”. Sin embargo, que mucha gente piense lo mismo no necesariamente
significa que están en lo correcto. Dos ejemplos: a principios del siglo XX, incluso
los muy jóvenes tenían por sagrado que “una mujer con pantalones no es mujer” y
“la patria es primero que mi vida y la de mi familia”. Hoy, estas creencias han
dejado de ser opinión pública o sentido común; los jóvenes actuales ni condenan
a una mujer que usa pantalones ni están dispuestos a dar la vida por la patria.
Al contemplar los grandes cambios de pensamiento que se
dan entre grupos, naciones y épocas, y cómo dichos pensamientos influyen en la
moral, siente uno la tentación de creer que nada es fijo y todo se puede programar,
como en las computadoras. Pero hay algo que sí permanece: la capacidad del
individuo humano para pensar por sí mismo y tener ideas nuevas, aunque discrepen
del sentido común.
Vayamos al extremo opuesto. Un buen número de personas
crean ideas nuevas que discrepan del sentido común. ¿Que sus ideas sean nuevas garantiza
que están en lo correcto? No, porque lo nuevo no forzosamente es mejor que lo
antiguo.
La cultura nos inculca millares de conceptos antiguos y
nuevos, algunos muy buenos y otros nocivos que nos hacen distintos a los
neandertales. Claro que hemos avanzado; pero no siempre hacia lo mejor. Nuestra
sociedad está enferma. Tiene violencia, racismos, clasismos, ambición de poder,
odios, envidias, celos, codicia y tantos otros síntomas que podríamos enumerar.
Dichos síntomas o enfermedades están contenidos en la opinión pública y el
sentido común. Sólo la capacidad que tenemos de pensar por nosotros mismos
quizá nos libre de enfermar de lo mismo que la sociedad en que vivimos.
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