“En Navidad, hasta los países que están en guerra hacen
una tregua, porque es Noche de Paz”, nos contaban las madres del colegio cuando
yo era niña. Sus historias describían el poder del Niño de Belén que movilizaba
estrellas, ángeles, pastores, Reyes Magos e incluso a los corazones más
empecinados, los cuales accedían a lograr la paz de la tierra aunque fuera sólo
por una noche. Excelentes narradoras, enhebraban nuestra imaginación para
bordar en ella un mundo maravilloso donde todos los niños amaban a sus padres y
eran amados por ellos, éstos se querían entre sí, los hermanos a los hermanos,
a los vecinos y a toda la humanidad formando, por momentos, una gran familia
que se alegraba expresando unos a otros los mejores deseos, ¡un mundo de paz!
¡Oh, la paz! ¡Cuánto la deseamos! Pero es muy cara. También
la guerra es cara, con costos distintos. Se dice que sólo el ser humano ha
podido inventar la guerra (ejércitos disciplinados, con armas y entrenados para
aniquilar a otros de su misma especie), y solamente el humano puede construir
la paz. Porque la paz se construye, con mucho esfuerzo y dedicación. Hay
quienes la confunden con la tranquilidad, pero no son lo mismo. ¿Dónde
encontramos personas tranquilas? Posiblemente en la playa, leyendo un libro,
mirando un atardecer, disfrutando el sentirse libres de las presiones del
trabajo o de la casa; es decir, relajadas y temporalmente sin motivación para esforzarse
en tarea alguna. Entonces, ¿los objetivos, ideales, obligaciones, empeños… son
opuestos a la tranquilidad? Sí, para lograrlos es indispensable un cierto grado
de estrés. ¿Son opuestos a la paz? No; ésta abarca y contiene en sí toda clase
de fuerzas, impulsos, corrientes, sentimientos o como se llamen, incluso
opuestos.
Hablemos de la paz, la paz verdadera, la que sólo puede
darse después que los protagonistas de un conflicto, una pelea o una guerra,
son capaces de contemplar los daños y la destrucción que mutuamente se han
infligido, experimentar el dolor y la culpa propios y del adversario, y sin
negar ni olvidarse de lo ocurrido, deciden comenzar de nuevo, dejar de hacerse
daño, convivir y sanar.
¿Es fácil? ¡No! Cercano a lo imposible, por lo menos
respecto a los grupos. Sin embargo, tratándose de parejas, ¡qué deseable sería que
después de días, semanas o más tiempo de combate, heridas mutuas, traiciones,
errores, equivocaciones… ambos pudieran tomar la decisión de volver a comenzar
desde el presente, recuperarse, sanar y convivir! No se trataría de olvidar,
negar, disimular ni justificar nada; tampoco se pretendería hacer justicia
porque siempre cada uno siente que ha sido el más ofendido, el más dañado, y la
justicia se volvería enemiga de la paz. El asunto sería tomar cada uno su parte
de responsabilidad y decidir; esto es, elegir para el presente y el futuro,
otra clase de patrones en su relación.
También la verdadera paz consigo mismo, la paz interior, es
cara. Sólo después de contemplar los daños y la destrucción que nuestras partes
en conflicto ocasionan mientras se hacen la
guerra unas a otras, de qué manera nos han saboteado y perjudicado, entonces
experimentamos ya no la sed de justicia y de castigarnos por no haber logrado
ajustarnos a un ideal, sino la culpa y el dolor profundos por habernos
traicionado a nosotros mismos. Tomamos esa culpa y ese dolor más las partes en
guerra como nuestros, los miramos con amor, les damos carta de ciudadanía y les
pedimos que convivan y se pongan al servicio unos de los otros. En ese momento
somos unidad: personas que dejan de estar en guerra consigo mismas y en lugar
de eso se aman y aceptan tal cual son, con su historia, destino, errores,
aciertos, defectos y virtudes, se abrazan y dicen: “Así fue y así soy. Está
bien. Comencemos de nuevo con lo que hay”.
Deseo a todos mis lectores la paz verdadera.
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