A veces, la tragedia llega a nuestras vidas. Sus visitas
no son deseadas ni bienvenidas. Nos invade la desgracia; sentimos que ya nunca
volveremos a estar bien, como si se hubieran roto las correas de la resistencia
y perdiéramos toda forma; estamos vivos porque seguimos respirando, pero
difícilmente puede llamarse vida a lo que queda de nosotros.
Aparentemente, no hay manera de prepararnos para una
tragedia, ésta siempre supera toda preparación, toda expectativa. Yo he tratado
con personas sumergidas en dolores descomunales que, al estar cerca de ellas y
escucharlas, me hacen pensar: “Si yo estuviera en su lugar, creo que no
resistiría, está muy difícil aliviar su pena”. Porque hay penas mucho muy
grandes, penas terribles, cuyas pérdidas parecen arruinar no sólo una fase de
nuestra vida, sino toda.
De las personas sumergidas en dolor que me ha tocado ser
confidente, algunas me han dado grandes lecciones, pues dentro de su pena, el
amor es lo más firme: sólo desean y piensan en que sus queridos muertos estén
bien. Una mujer de la tercera edad, cuya hija y nieto murieron calcinados en un
incendio, decía: “Si tan solo pudiera saber que mi hija descansa en paz”. A un
hombre cuyos padres se suicidaron juntos, le importaba saber que ellos no
estaban condenados, y que sus propios hijos no fueran a heredar las tendencias
suicidas. Podría seguir contando más ejemplos. Quienes han amado mucho y siguen
amando, pronto o tarde salen de su atolladero. Pero falta mencionar algo
igualmente importante: creen en un Poder Superior al cual se refieren. Perciben sus vidas
enlazadas y apoyadas por Algo Más Grande y más duradero que esta efímera vida
que pasamos en la tierra.
También puedo referir lo opuesto, personas que vivieron
tragedias y nunca las dejaron en el pasado; el dolor aplastante de los hechos
se les convierte en furia sorda y amargura, dejan de vivir para roer la tragedia:
algunas piden secretamente venganza para quienes consideran causantes de su
desgracia, otras pasan pasan años en procesos judiciales intentando obtener más
dinero por su sufrimiento, ver cebado su odio sobre “sus enemigos” con
sentencias interminables o cualesquiera otras reacciones en las que el amor
parece brillar por su ausencia. Aclaro: no es que el amor haya muerto, ya
mencioné que es lo más firme que existe, sino que no pueden mirarlo; desde que la
adversidad las tocó, parecen odiar cualquier sentimiento amoroso y tener terror
de volver a amar, por el sufrimiento que hacerlo les ha ocasionado.
Todos los humanos estamos igualmente expuestos a sufrir
tragedias. Ninguno las deseamos. Ninguno quisiéramos quedarnos estancados en
caso de sufrirlas, ni que nuestra vida entera se convierta en una prolongación
de lo terrible. Quizá nos sirva de esperanza saber que si amamos mucho y
confiamos en que un Poder Superior está a cargo, hemos de sobrevivir y volver a
vivir en felicidad. Mientras no perdamos de vista al amor y al Poder Superior,
inclusive si en algún momento los miramos sólo para confrontarlos y hacerlos
responsables de lo malo que nos ocurre, estamos conectados con su fuerza. Vale
más tenerlos en la mira aun para vituperarlos, que perderlos de vista; sin
ellos estaríamos verdaderamente perdidos.
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