En diversas
culturas y durante siglos ha existido la creencia de que por estas fechas se
abren las puertas que separan el mundo de los vivos y el de los muertos,
permitiendo comunicación, intercambio e incluso tránsito entre ambos. Nuestros
ancestros indígenas les hacían ofrendas a sus muertos de aquello que les
gustaba: un guiso, una botella de su bebida favorita… Nuestros ancestros
españoles les regalaban misas, oraciones, jaculatorias, indulgencias…
En la
actualidad no podemos saber hasta qué punto esta creencia de la comunicación
entre los dos mundos perdura en mucha o en poca gente, pero es cierto que cada
persona tiene sus propias creencias acerca del más allá, y éstas influyen en su
vida. Las creencias son poderosas. También lo es la muerte. Algo cambia en
nosotros cuando un ser querido se va.
Algunas
personas creen que la comunicación con sus difuntos nunca se interrumpe del
todo; hablan con ellos, les piden favores y protección. Este convencimiento de
seguir unidos les ayuda a mitigar el dolor de la separación física y les
permite seguir amando, sin que los desanime la seguridad de que
todo acaba. “Nos vemos en el cielo”, dicen.
Para otras
personas es imposible siquiera imaginar que la vida continúe después que el
cuerpo se ha disuelto. Sus muertos viven sólo en el pensamiento, son recuerdos,
realidades mentales que desaparecen cuando no se las evoca. Esta convicción los
empuja a hablar de ellos, hacerles lápidas que no se destruyan, escribir sus
nombres en el propio diario y, en ocasiones, sentirse responsables de que
continúen con vida. ¡Imposible dejarlos que mueran de una vez! O tal vez lo
contrario: ¡Soy culpable de no ir a su tumba, de no recordarle como debería, de
que se extinga!
También hay
quienes creen que los difuntos viven en los hijos y nietos porque la vida es
una; que no sólo se conserva su apellido, también sus genes, su herencia
material, psicológica y espiritual; que cuando los hijos y nietos logran la paz
y el amor, los antiguos son liberados de sus ataduras porque forman una unidad esencial
con los vivos; y cuando los descendientes continúan perpetuando los conflictos
que vivieron sus ancestros, nadie sale ganando, tampoco la humanidad. Estas
creencias empujan a los deudos a desatar los nudos que encuentran en sí mismos,
productos de haber nacido en la familia en que nacieron.
Sean cuales
fueren nuestras creencias, el día de difuntos nos fuerza a recordar que la vida
se obtiene de alguien que vivió, la comunicó, y luego debió o deberá irse,
igual que nosotros. Que así duráramos cien años, el tiempo de la vida es corto,
fugaz. Que hoy estamos vivos, respirando, y podemos sufrir o gozar a causa de
ello.
Deseo para
todos que el tiempo que les toca respirar sea grato y un don bueno.
“Psicología”
es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o
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