lunes, 23 de febrero de 2015

IMÁGENES MENTALES


El Periódico a.m. va a darme oportunidad de presentar mi novela “El que se fue a la villa” en sus instalaciones, por lo cual estoy muy agradecida. Será el próximo miércoles 4 de marzo a las 18 hs. Si deseas asistir, confirma tu asistencia al teléfono 763 02 77. Cupo limitado.

En esta novela describo multitud de estereotipos, junto con la necesidad de pensar, crear e inventar, para poder vivir en libertad.

Los estereotipos son imágenes mentales fijas, creencias simplificadas, que “justifican” el atribuir determinadas características a una persona o grupo, y tan comunes que casi nunca nos detenemos a analizar su acierto o falsedad. Podrían citarse infinidad de ejemplos: los ingleses son puntuales, las rubias son tontas, los gordos son simpáticos, las mujeres son sumisas, los hombres son infieles…

Por ser imágenes mentales, los estereotipos sólo existen en la mente y no necesariamente reflejan la realidad; sin embargo, se apoderan de dicha mente y motivan conductas en los individuos. Podemos compararlos con aquellos videojuegos donde el jugador debía cumplir determinada misión o rescatar a una princesa: mientras jugaba, toda su actividad mental estaba “atrapada” en un universo creado por unos autores “X”, de los cuales debía adivinar las reglas, ajustarse a ellas, avanzar por donde estaba previsto y “solucionar el acertijo” de la manera estipulada.

Con los estereotipos sucede lo mismo; una vez instalados, dirigen la percepción y las acciones de la persona hacia cumplirlos. Generalmente lo logran, y cuando no es así, la motivan a buscar información que demuestre que sí se cumplieron. Luego, quienes comparten alguno, creen haber obtenido idénticos resultados y, por lo tanto, comprobado que no se trataba de una imagen mental, sino de la realidad. Ejemplo: Un hombre o una mujer creen que los hombres son infieles y las mujeres, no. Puestos en pareja, él inconscientemente hará lo posible por ser infiel, y ella por descubrirlo. Si no sucediera, él se sentiría un tonto y ella se convencería de que el hombre oculta su infidelidad. Pero si fuera ella la infiel, ambos pensarán que se trata de una mala mujer, no de la destrucción del estereotipo.

En teoría, los estereotipos podrían ser erradicados con la misma facilidad con que se desinstala un video juego de una computadora; en la práctica no es así, porque nos “enamoramos” de ellos y los ponemos en la base de la propia identidad. Otra opción es aprovechar ese amor que necesariamente sentimos por nosotros mismos y, mirándonos tal como somos, reconciliarnos con  nuestra historia y en el corazón decir a las contradicciones: “En mí encuentran la paz”. A la larga, se obtienen mejores resultados reconciliando los opuestos que declarándose en guerra para destruir a estos “enemigos”.

“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , o en facebook.com/Pascua Constelaciones Familiares.

 

lunes, 16 de febrero de 2015

ESTEREOTIPOS


La Conquista es una herida que sangra desde hace 500 años. La mantenemos abierta de muchas maneras. Es como si volviéramos a tocar un mismo disco que siempre canta la misma canción: comienza igual, dice lo mismo y termina igual.

Nuestros ancestros, conquistadores y conquistados, de día hacían la guerra y de noche, el amor. Entre las sábanas engendraron a México, su hijo, pero el odio mutuo ocasionó que ni España ni las culturas sometidas pudieran tomarlo con la ternura que necesitaba un País recién nacido. Lo compararon consigo mismos, no era exactamente español, ni exactamente indígena, sino mezcla de ambos. Les pareció inferior y le enseñaron a sentirse así. Muchas generaciones han pasado y todavía escuchamos: “¡Qué mal está México!” y “pareces indio”.

El recién nacido País estaba y está decidido a vivir. Sobreponiéndose a su tragedia, se afirma a sí mismo y grita desde el fondo del alma: “¡Viva México!”, “como México no hay dos”. Y lo cree, pero en un lugar secreto guarda la duda: ¿en verdad estoy bien?, ¿merezco codearme con otros países?, ¿ganarles en deporte?, ¿hacer transacciones comerciales provechosas?, ¿me toca siempre perder?

México también se porta como su padre, el conquistador, al que solo interesaba el saqueo. Muchos políticos suben a desvalijar lo que encuentran y ponerlo en su bolsillo, su trabajo es un “hueso” para roer. Jamás se sienten “servidores públicos” porque su intención no es servir, sino aprovechar al máximo el trienio o el sexenio, en lo que se acaba. Necesitados de impunidad, fabrican leyes para legitimar el despojo o culpan al “crimen organizado” de sus fechorías. No les interesa lo que pasa con la gente, si muere de viruela o de inanición, porque no es “su gente”, sólo habitantes de una tierra buena y extraña que “mana leche y miel”.

Así mismo, México se porta como su madre, la cultura indígena. Violada, despojada y sin posibilidad de defensa, entrega al hijo al trabajo y a la esclavitud. Somos aguantadores. Ingeniosos para sobrevivir con casi nada. Conscientes de la injusticia y de que rebelarse no sirve, salvo para que nos hagan desaparecer. Hartos de guerra y saqueo, miramos impávidos cómo  los fuertes se llevan lo nuestro, lo sacan del país o lo despilfarran en nuestras narices. Nos importa seguir vivos. Hemos perdido la fe en la guerra y las revoluciones que quitan a un “dueño” para poner a otro, mientras seguimos igual.

Familias también repiten la tragicomedia del idilio entre conquistadores y conquistados. Él, obligado a alejarse de los suyos que lo necesitan, inseguro de su paternidad, en la mente con el recuerdo de la madre, hermana o novia violadas (hace cinco siglos) que lo hace sentir en la mujer un punto flaco donde puede ser herido y humillado. Prefiere volverse conquistador, reír, presumir y fanfarronear, dejando al garete el fruto de su simiente. Ella, violada y humillada (hace cinco siglos) por mal que se sienta, ha de hacerse cargo sola de los hijos y, si fuera necesario, dar la vida por ellos. Ha aprendido a no extrañar al ausente, su hombre, y a no necesitarlo, porque sufriría más si lo esperara y no volviera; por desencanto enseña a sus hijos a no respetar a su padre y a guardarle un rencor infinito.

En mi novela “El que se fue a la villa” describo, a través de las peripecias de diferentes personajes, estos y otros estereotipos que pensamos ya no existen y nos mantienen atorados, de los cuales no tenemos la culpa; sin embargo, al repetirlos, nos volvemos responsables de las consecuencias.  El libro ya está en librerías.

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miércoles, 11 de febrero de 2015

LO MÁS VALIOSO


 

¿Existe para ti algún un valor por el cual serías capaz de entregar tu vida? Si lo encuentras, descubriste la fuente de tu motivación. Muchas veces proviene de tu subcultura familiar.

Pongamos por ejemplo que un algún ancestro de una familia practicó Harakiri, suicidio ritual de origen japonés que se realiza por razones de honor y consiste en abrirse el vientre; es altamente probable que, para dicha familia, valga más el honor que permanecer vivos. Y en otra que tuvo un héroe muerto en defensa de la libertad, sea la libertad el sumo bien por el que vale la pena entregar la vida.

Lo expuesto no por fuerza es consciente, pero funciona como un poderoso motor desconocido, que con frecuencia sorprende. Algunas personas aceptarían morir por la religión, el amor, la familia, la venganza, el dinero… Otras, ¡por nada!, su valor supremo es seguir viviendo.

Siempre subyace un valor en lo que hacemos. El asaltante sabe que pone en riesgo su libertad y su vida, pero le interesa más el dinero; el corredor de autos expone la vida por el aplauso y sentirse “el mejor”; el torero, por saberse valiente y capaz; el hijo que no descansa hasta matar al que asesinó a su padre y quizá muere en el intento, por la venganza…

Hay formas de entregar la vida sin perderla: viviéndola. El sacerdote que renuncia a su ciudad y a tener una familia, la entrega a Dios y a la religión; el hombre o la mujer que soportan cualquier cosa de la persona amada con tal de no perderla, al amor; un padre, madre o hijos que dedican la totalidad de sus energías para hacer sobrevivir a su familia, a ésta; una persona que guarda resentimientos durante décadas, culpa a sus agresores de su desgracia y se siente víctima, a la venganza; quien se casa para mejorar su situación socioeconómica, al dinero y al prestigio… y así podríamos seguir con más ejemplos.

Mucho se habla de la necesidad de inculcar valores en la familia; lo cierto es que ésta siempre lo hace. También la cultura, siempre lo hace. Niños y adultos respiramos lo que se considera valioso en el hogar y fuera de él, y lo internalizamos como propio. Quizá en casa se nos inculcó ser compartidos, pero al ponernos en contacto con el “tanto compras, tanto vales” de la cultura actual, se establece una lucha en nuestro interior que perdurará hasta que uno de esos valores gane, o lleguemos a una negociación entre ambos.

Pronto haré la presentación de mi novela “El que se fue a la villa”. En él quise hacer una descripción de algunos valores seculares que nuestra Historia Patria nos ha legado, que explicarían el “ya merito”, “ya qué”, “ahí se va”, “nos morimos entonando una canción”, y muchos más. Si es verdad que cada humano somos la historia que nos contamos a nosotros mismos, es importante contarnos historias que ayudan, e inventar nuevas. Para mí será un honor que mis queridos lectores asistan a dicha presentación, próximamente les confirmaré la fecha.

 

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lunes, 2 de febrero de 2015

TENER Y TOMAR


Es grande la diferencia entre tener y tomar; he escuchado a mujeres hermosas decir “me siento fea”; a ricos, “me siento pobre”; a personas que parecen poseerlo todo, “no soy feliz”; a individuos que han tenido muchos logros, “no es suficiente”… No toman lo que tienen.

Es distinto tener algo a tomarlo. Igual a una mujer frente a su armario lleno de ropa exclama “no tengo nada que ponerme”, podemos, frente a la vida, estar inconformes o incapacitados para utilizar los dones que ésta nos dio y sigue dando.

Algunos, con poco hacen mucho; otros, con mucho hacen poco, o nada. Los primeros toman lo que tienen para sacarle provecho; los segundos tienen puesta su mirada en lo que les falta y posiblemente nunca van a tener. Convierten su vida en una carencia constante.

Algunos, aprovechan los eventos hermosos y feos de su vida para adquirir experiencia; otros, para atormentarse y sentirse culpables. La culpabilidad es negarse a tomar e integrar los hechos en la propia historia. Todos los que vivimos en el planeta hemos hecho decisiones acertadas y nocivas. Mirando hacia atrás, podemos observar cuáles no nos gustan; pero son nuestras, ahí están los recuerdos. Tenerlas y tomarlas tiene grandes diferencias.

La mejor manera de tomar algo es amándolo y agradeciéndolo. Suena difícil, pero funciona. El amor une y amalgama. El rechazo aparta y separa. Todo aquello que rechazamos de nosotros mismos queda aislado, como órgano que no recibe irrigación sanguínea y muere, luego daña a la totalidad del organismo. Los eventos terribles podemos amarlos como se ama a un hijo enfermo; no nos alegramos por su enfermedad, pero tampoco dejamos de quererlo, y con toda la ternura  que somos capaces procuramos cuidarlo y darle sus medicamentos, que a veces son desagradables o duelen.

Recuerdo la reacción de un grupo la primera vez que dije que necesitamos amar los propios pecados; parecía que había dicho: hay que volvernos malos. No queremos ser malos, tampoco volver a tomar decisiones que nos avergüencen, lo que queremos es ser personas íntegras, invitar a nuestras diversas personalidades a una fiesta y formar un equipo amistoso con todas ellas. Tenerlas y tomarlas es distinto.

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CONFIANZA Y DESCONFIANZA


Con honda preocupación veo que los jóvenes no confían en las instituciones, autoridades y gobernantes, se refieren a todo de manera igualada, con apodos, burlas y poco respeto. Soy maestra, doy clases en secundaria, ¿cómo puedo hacer para que mis alumnos confíen más en sus maestros, familia y escuela, en otras palabras, en su País y su porvenir?

OPINIÓN

Te interesan tus alumnos. Felicidades. Quisieras mostrarles un modo de ver y sentir que les ayude a tener una vida mejor. Qué bueno. Recuerdo un dicho: “Confía en tu vecino y pon candado a tu cerca”.

La confianza y la desconfianza se aprenden. Generalmente, una persona puede confiar en otros cuando tiene permiso de confiar en sí misma, en lo que siente y piensa, por equivocado que estuviera. Este permiso no se otorga con palabras redactadas para este fin; es decir, no se dice, se vive.

Cuentan que en una ocasión una niña de siete años vio a su papá ojeando una revista para hombres y después dijo, frente a unos vecinos: “A mi papá le gustan las monas encueradas”. Entonces la madre estalló en cólera y le gritó: “¿Cómo te atreves a decir eso de tu padre? Vete a dormir y no estés haciéndome enojar”. Si relacionamos el relato con el tema de dar o negar permiso a una persona para confiar en lo que sus sentidos y lógica le dicen, a esta niña se le estaba enseñando que no debía creer en lo que viera por sí misma, sino en lo que alguien con autoridad le enseñara a creer.

Quizá a nuestros jóvenes les está pasando algo similar. Todos los días, periódicos, revistas, tele, radio y sobre todo redes sociales, dan noticias de crímenes, inseguridad, sobornos, corrupción y otros escándalos. Si un adolescente dijera en voz alta, frente a todos los del salón: “Nuestros gobernantes se hacen ricos con sus puestos”, quién sabe si la maestra sentirá la tentación de gritarle que se calle, o de qué manera resolvería el asunto para que nadie piense que ella solivianta a sus alumnos.

Me pregunto qué entiendes por confiar; para mí es estar seguro de algo. Por ejemplo, tú y tus alumnos están seguros (confiados) en que la campana del recreo tocará a las 10;30. Si llegando la hora no toca, comienzan a inquietarse y preguntar qué ha ocurrido, quizá alguno reclame o salga del salón. La fe que pusieron en la puntualidad del toque ha sido defraudada.

A veces, confiar en algo o alguien es transferirle la responsabilidad del propio cuidado. “Confío en que mis padres me harán exitoso”. “Confío en que mi maestra hará que yo aprenda, aunque yo no haga las tareas”. “Confío en que el gobierno me garantice empleo, buen sueldo, atención médica y una pensión para mi vejez”. Quienes piensen así, lo más probable es que vean su fe defraudada y sufran decepciones.

Hay una confianza que no defrauda: saber lo que está ahí. “Sé que estos son mis padres”, “ésta es mi escuela y éstos mis maestros”, “éstas son las instituciones gubernamentales que conozco y éstos mis gobernantes”, “sé que el porvenir llega siempre”. Esforzarse para que el alumno confíe en más que esto puede ser una empresa ardua e ingrata: la mente camina senderos insospechados, y no está en nuestras manos controlar la de otros. Apenas si podemos con la nuestra.

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