Durante esta época navideña, la mayoría de las personas nos
disponemos a derramar amabilidad entre parientes y conocidos. Lo hacemos con
regalos, llamándoles, escribiéndoles una carta o un correo, mandándoles un
grabado de Internet con lindas palabras de fraternidad, diciendo cuánto los recordamos
y que les deseamos felicidad. Si la cercanía física lo permite, no escatimamos
esfuerzos y hasta sacrificios para lograr una o más reuniones armoniosas con la
familia, amigos, vecinos y compañeros de trabajo. Abundan los abrazos. Flota en
el ambiente una ordenanza secreta de establecer una tregua con todo tipo de
sentimientos y recuerdos que podrían obstaculizar la concordia. Esta predisposición
se contagia y nos ponemos agradables unos con otros. También puede ocurrir lo
contrario; que protestemos interior o exteriormente contra este mandato que intenta
forzarnos a mostrar sentimientos que creemos no tener.
La fiesta de Navidad es una tradición institucionalizada.
Proviene, como toda institución, de que alguien haya tenido una idea que
satisface una necesidad humana, la comunica a otros, a éstos les parece buena,
que funciona, y la practican; los hijos y nietos de ellos continúan practicándola,
otras personas se suman y la idea se extiende (hoy diríamos que se vuelve
viral). Con el paso del tiempo, grupos completos la consideran tradición y entonces,
hasta los gobiernos se sienten obligados a respetarla, o se ponen en peligro de
sufrir rechazo.
La Navidad, como institución, exige nuestra conformidad
hacia ella. La palabra “exige” no es exagerada; la presión social es cosa
seria. A los disidentes, el grupo los excluye, o ellos se excluyen a sí mismos.
“No iré”, dicen, y ambos lados experimentan dolor, porque también quienes no
reciben en esta fecha la visita o el abrazo de sus seres queridos se sienten
excluidos; es decir, no merecedores del amor. Necesitan tener o inventar una
buena explicación que los “absuelva”: “Mi hijo vive en otro país, no puede
venir”, “mi hija cayó enferma, no puede venir”.
Es obvio que lo anterior no forzosamente coincide con una
real falta de amor; son creencias, costumbres, instituciones. Según Juan
Gabriel, “la costumbre es más fuerte que el amor”.
Contravenir una costumbre institucionalizada requiere de
gran valor, o de sentimientos poderosísimos que impidan a la persona con-formarse
con las demás. Por lo general, dichos poderosísimos sentimientos no coinciden
con la felicidad, sino que dominan a quien los experimenta y lo mantienen
amarrado, sin posibilidad de quedar libre de ellos ni de establecer una tregua
y actuar “como si” no existieran, por una noche, un día o una semana.
Una persona bajo dominación no se siente con derecho de
dar una orden como: “Sentimientos, yo lo mando, ustedes van a permanecer
silenciosos durante tal cantidad de tiempo, durante el cual, tienen prohibido
buscar pelea o contestar alguna”. Nótese que se les ordena silencio, no mentir.
Y que se necesita una fuerza extraordinaria para no caer en acechanzas. Esto de
ninguna manera es hipocresía.
La hipocresía es fingir o expresar algo que es falso.
Decir “soy tu amigo” cuando no es verdad; “puedes confiar en mí” y estar
preparando una trampa; “te ves fenomenal” y empujar al ridículo. En cambio,
callar es un derecho. Dentro de la mente y el corazón somos dueños absolutos.
También somos dueños de rebelarnos contra una costumbre o institución, y de
elegir las consecuencias.
Si miramos con sinceridad dentro de nuestro corazón, es
probable que encontremos que, sea o no institución, la idea de reunirnos,
saludarnos, abrazarnos, corresponde con una necesidad humana muy íntima que,
por ser necesidad, necesita satisfactor. Estas fiestas dan oportunidad de dar y
recibir docenas de abrazos y buenos deseos. Felices fiestas a todos los
lectores de esta columna.