lunes, 26 de agosto de 2019

¿TÚ QUE PIENSAS?


En psicoterapia, esta pregunta suele aparecer luego de un relato en el que estuvieron presentes “mi mamá no aprueba que... mi papá se enoja por... mi hermana detesta... mis amigos opinan...” 

Y tú, ¿qué piensas?

En la familia suele darse gran variedad de pensamientos y opiniones. En nuestro mundo actual con redes sociales, más aún; estamos en contacto con multitud de ideas venidas de todas partes. A veces damos “like” a las que nos gustan y, aparentemente, dejamos ir las demás sin que nos afecten; sin embargo, no es exactamente así, las ideas suelen comportarse como las gotas de agua; de tanto golpetear logran hendir la roca. La repetición constante de alguna se convierte en verdad en nuestra mente, aun si fuera mentira. Es el usual “todo el mundo piensa así”, “todo el mundo lo hace”. 

¿Y tú, qué piensas?

Por ejemplo, una idea que ha permeado el pensamiento contemporáneo sin casi darnos cuenta es la prohibición a hablar de moral. Detente un momento y observa qué sientes al leer esta palabra: “moral”. Lo que está bien y lo que está mal hacer. ¿Sentiste la tentación de dejar de leer? ¿Pensaste: “ahí viene un sermón”?, o ¿es publicidad para la “cartilla moral” que ha publicado el gobierno?

Nada de lo anterior es mi intención. Mi tema es: ¿Tú qué piensas? ¿Crees que tu pensamiento es importante?

El único sitio donde jamás perderemos la libertad, si no queremos, es el pensamiento. 

Lo anterior suena paradójico: mucho se habla de los “grilletes mentales”, de que hemos tomado los pensamientos, sentimientos y costumbres de nuestros padres como por ósmosis y los pusimos en nuestra cabeza igual que un sombrero, al derecho o al revés, para aferrarnos a ellos o para rechazarlos, pero siempre como base, lo cual no parece libertad, sino robótica, programación, ¿entonces?

La libertad de cada persona está en el “¿tú, qué piensas?”.

No respondas lo que decía tu papá, tu mamá, tu maestra, tu profesor o el pensador más prestigioso que conoces, sino lo que tú piensas, lo que has elegido pensar.

Tus pensamientos son la base de tu libertad, no sólo porque son secretos y nadie puede conocerlos si no los expresas, también porque puedes elegirlos y controlarlos; es decir, puedes pensar lo que quieras.

Es cierto que a veces nuestros pensamientos son como un río crecido que nos arrastra y parece ganarnos. De hecho, puede embrollarnos y al final nosotros sentir que no podemos pensar lo que queremos, que hemos perdido el control de ellos, el poder sobre ellos. Es el caso de las obsesiones y las enfermedades mentales: la persona se derrota ante lo que piensa, cree que debe obedecer en lugar de mandar, y dice: “Hay voces que me ordenan esto o lo otro”. Y esas voces son pensamientos, están sólo en su mente.

También es cierto que damos cabida a pensamientos que no nos gustan o que nos hacen daño. Siguen siendo pensamientos y podemos pensar sobre ellos, nosotros como testigos, y determinar si queremos seguirlos pensando o cambiarlos por otros. Por eso es vital el: Yo, ¿qué pienso?, ¿qué quiero pensar? 

“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com ,







lunes, 19 de agosto de 2019

DISTIMIA


PREGUNTA
Tengo distimia. Mi mamá tenía lo mismo, ¿es hereditario? Muchas veces he estado a punto de quitarme la vida porque me he sentido como en la orilla de un precipicio donde sólo debo dar el paso. Quiero algo que me saque de este ánimo.

OPINIÓN

Siento mucho que debas vivir con este malestar, es muy pesado. La distimia suele volver a las personas tristes e infelices. No es hereditaria, pero tú viviste con una persona importante para ti que la sufría, tu mamá, y es probable que hayas ido adquiriendo de ella algunos rasgos aun contra tu voluntad. Lo que se aprende, puede desaprenderse.

Antes que nada te pido que busques ayuda profesional. Un terapeuta no te saca de tu estado de ánimo, lo harás tú. Los terapeutas sólo son como taxis que te llevan a donde deseas llegar, pero debes salir de casa, tomarlo y decirle la dirección. Nadie toma un taxi y ordena al conductor: “Usted hágase cargo y lléveme a donde le parezca bien”. Tú ya tienes clara tu dirección, dices: “Quiero algo que me saque de este ánimo”.

Mientras encuentras un terapeuta a tu gusto, puedes echar mano de las 3 cosas que te consuelan: leer, rezar y escribir. Voy a recomendarte un libro que a mí me hace bien: “Tú puedes sanar tu vida”, de Louise L. Hay. Está en cualquier librería. Léelo, te va a servir.

Y cuando rezas, reza bien. No pidas lo que no quieres o que ya tienes. No digas: “Dios, dame fuerza para poder con mi sufrimiento”. Fuerza y sufrimiento tienes de sobra. Al contrario, pide lo que no tienes y quieres: “Dios, dame alegría. Dame felicidad. Dame dicha. Transfórmame en una persona amante de la vida. Hazme capaz de gozar lo que ya tengo”. Y parafraseando el Padre Nuestro, donde dice pan, pide gozo: “danos hoy nuestro gozo de cada día”...

Te gusta escribir. Escribe. No cosas reales, sino fantásticas, de ficción. Por ejemplo, anécdotas de una mujer, de la edad que escojas, a la que siempre y en todas partes le va súper bien. Describe su carácter, su ropa, los lugares que frecuenta... invéntale aventuras en las que salga triunfadora. Quizá sea bellísima, rica, elegante, refinada, coqueta, inteligente, calculadora, avispada, lúcida, perspicaz, culta. O a lo mejor escoges a una campesina sencilla que sabe encontrar la manera de vivir muy contenta. No importa que no sea real ni creíble, se trata de que goces haciéndola gozar.

A la hora de escribir, quita de tu cabeza la idea de que publicarás tus escritos. Eso sería un “plus” que tal vez se dé muy adelante, o no, y que por hoy sobrepasa el objetivo de tu actividad. Se trata de que tu personaje se apodere de tu cabeza y amanezcas con deseos de inventarle algo nuevo, adjudicarle una aventura emocionante, hacerla que gane un concurso, conquiste a un rey o a un cantante y pase unos días de ensueño. Describe a esa persona feliz.

Hay muchas otras cosas que puedes hacer. Voy a recomendarte una más: antes de dormirte, o en la mañana cuando te levantes, abrázate tú misma con todo el cariño del que seas capaz. Si puedes, di para ti unas palabras bonitas, por ejemplo: “Merezco ser amada y ser feliz”. ”Con cada respiración se mejora mi salud”.

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lunes, 12 de agosto de 2019

GRILLETES MENTALES


Hace mucho, en mi primer año como maestra de jovencitas de 13 a 16 años que estudiaban para secretarias, sucedió algo que no olvido: se trabaron en una acalorada discusión acerca de los papás incomprensivos que no les daban permiso de asistir a un “café cantante” en el que iba a estar una estrella de moda. Se perdió la disciplina, mezclaron los temas y entre ellos salió también la molestia que les causaba que hicieran drama cuando se tardaban diez o quince minutos después de la hora convenida. El alboroto crecía hasta que María Elena, una alumna callada, casi invisible, dijo algunas palabras que muy pocas oyeron y las hizo enmudecer y sentarse. “¿Qué?”, preguntaron las demás al notar el cambio. “Diles lo que dijiste”, pidieron a María Elena. Y ella repitió: “Ya quisiera yo tener a alguien que pregunte dónde estoy y qué hago”. Entonces nos contó que había perdido a ambos padres antes de comenzar el curso, y el juez aún no definía si ella iba a vivir con algún familiar o en una institución. Nadie siguió alegando sobre las injusticias familiares.

Buscando en Internet a Víctor, el “Salvaje de Aveyron” (1799), encontré que se han conocido al menos doce casos de niños que, abandonados a su suerte, crecieron entre animales igual que Tarzán, el personaje. Es difícil imaginar cómo pudieron sobrevivir, solos, en un ambiente tan inhóspito y peligroso como es la naturaleza; pero, en fin, ahí estaban, vivos, cada uno con su historia misteriosa que nunca podremos comprender en totalidad. Caminaban en cuatro patas, no sabían hablar, mostraban gran resistencia para la intemperie, se alimentaban de cosas crudas y les era extremadamente difícil la convivencia con los humanos. Uno que sí pudo recuperar el habla dijo años más tarde que su experiencia más terrible fue cuando lo encontraron y lo encerraron. 

La mayoría de nosotros nacemos y crecemos sin dar demasiada importancia al hecho de pertenecer a una comunidad bien definida llamada familia, que a su vez está inserta en una sociedad y una cultura. Esta afortunada circunstancia nos vuelve los seres humanos que somos, ya que la genética no basta (algunos científicos opinaron que los niños salvajes pertenecían a una sub-especie), es absolutamente necesaria la influencia ambiental de convivencia con otros seres humanos.  

También una experiencia tan atroz como la referida por la alumna con que comencé este artículo, forma parte de la historia y la identidad de quien la vive. Puede volver a la persona extremadamente fuerte, o vencer su resistencia y convertirse en trauma. Lo mismo cualquier otra que consideremos horrible o insoportable; puede volvernos más compasivos y capaces de comprender el dolor humano... o amargados, despectivos y desconfiados.

Mucho se habla de que la sociedad está enferma y posee tendencias terribles hacia el mal, que “el hombre es el lobo del hombre” y otras “linduras” que es imposible refutar, y sin embargo, es nuestra cuna, nuestro troquel, la fuente de la que nos nutrimos en la infancia y después. A veces pensamos: “Soy así porque con mis padres me faltó... o me sobró...”, y es cierto, pero...

¿La configuración que recibimos es definitiva? ¿Si nuestra lengua materna es el español, nunca podremos hablar en inglés, francés o chino?, ¿si crecimos en la pobreza y la penuria, nunca podremos tener una vida digna y holgada?

Junto con las maravillas que nos han sido entregadas por nuestra pertenencia a la familia y la cultura, como el idioma, los métodos para satisfacer nuestras necesidades básicas, los inventos, etc., etc., también recibimos los llamados “grilletes mentales”; hábitos y creencias que nunca han sido cuestionados por nuestra conciencia. Estos grilletes suelen ser de “sentido común”; es decir, pensamientos compartidos por los grupos en los que nos desenvolvemos y cuyos miembros pueden ver con malos ojos que los pongamos en duda, y peor aún que intentemos liberarnos de ellos. ¿Valdrá la pena dejarlos sin examinar? 

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lunes, 5 de agosto de 2019

IMPULSO A VIVIR


El ser humano, mientras respira, tiene fe y esperanza. A veces, la razón le dice que ya no debería tenerlas, que todo está perdido; sin embargo, basta con que alguna parte de su ser conserve algo de energía para que su organismo completo luche, hasta el último y definitivo momento final, por respirar, vivir y tener días mejores.

Numerosas veces en la historia se ha visto que después de eventos desastrosos como genocidios, guerras, inundaciones, terremotos, erupciones y toda clase de cataclismos, los sobrevivientes, mismos que espantados vivieron los hechos en carne propia sin morir, que asistieron o estuvieron presentes en todo lo horrible del suceso y quedaron sin fuerzas, vencidos, lastimados, quizá pensando que nunca podrían recuperarse de su desgracia, luego de un tiempo, como hormiguitas o abejas laboriosas, a partir de cero se construyen un mundo de todos los días donde vivir y continuar con su esperanza. 

La fe, es decir, la creencia en algo que no se ha visto ni es demostrable, recopila despojos y recursos por miserables que parezcan y con ellos monta una edificación nueva que, si bien puede ser conmovedoramente pequeña, alcanza para que esa porción de humanidad siga su marcha. Y en ocasiones levanta una más grande y linda que la antigua, de mayor esplendor, como si aquella desgracia enorme hubiera servido de poda, igual que con las plantas.

Esta fe no se refiere a la aceptación de una serie de dogmas; es un movimiento silencioso, a veces terrible, que nos empuja interiormente y nos hace seguir adelante sin saber exactamente a dónde ni por qué. Es acción, dejarse llevar por esta especie de instinto de vida que jamás se rinde, salvo cuando ya no le sobra pisca de combustible para quemar. Entonces, la persona expira.

Esta fe es inconsciente e independiente de la razón; ni siquiera nos damos cuenta de que nos toma a su cargo y nos hace esperar días mejores (esperanza). El razonamiento puede marchar de acuerdo con ella; pero también alejarse y hacerle la guerra. En el primer caso, la energía de la fe se expande y nos conduce a hacer maravillas; pasamos por la vida con más momentos de júbilo y optimismo que de tristeza y temor. En el segundo, se contrae para defenderse de nosotros y el que ella siga impulsando nuestra vida no nos alegra, sino que nos fragmenta entre la necesidad de vivir y la queja de hacerlo. Pero no cambia; ella siempre va a cumplir su cometido. Los que cambiamos somos nosotros.

¡Qué distinto es vivir la vida amando la fe y la esperanza, o vivirla detestando que existan en nosotros! Porque siguen existiendo aun contra nuestra voluntad; también el cuerpo del que sobrevive a un intento de suicidio lucha hasta el último momento para conservar la vida, aunque su mente piense lo contrario.

Para muchos, el misterio de este poderoso impulso a la vida es una prueba de que hay algo más, algo que nos excede y cuida de nosotros; para otros no prueba nada y se queda en misterio. Es evidente que la división entre esa fe y nuestro pensamiento está muy lejos de ser provechosa.

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