lunes, 25 de noviembre de 2019

LLEVAR CARGAS AJENAS


Siempre tenemos objetivos. Nuestro cerebro funciona por objetivos. Basta con que le digamos “quiero un café” y él hará lo necesario para que lo obtengamos. No  será menester que le demos indicaciones tan detalladas como “levántame, haz que mueva la pierna izquierda, luego la derecha y que siga hasta encontrar la taza, luego hacia donde el agua, etc.”, él ya tiene millones de rutinas grabadas y disponibles para obedecer nuestros deseos. ¡Qué bueno! Pero también tiene grabaciones para hacernos cumplir los deseos de no sabemos quiénes. A esto le llamo “llevar cargas ajenas”. Fungen como objetivos.

No siempre es fácil distinguir cuáles de nuestros pensamientos y deseos son nuestros y cuáles provienen de alguien más, ¡hemos sido programados para tantas cosas! Recuerdo el caso de una mujer que se sentía totalmente necesitada de su pareja, creía que sin aquel hombre no podría vivir, pero él quería marcharse. Muy atribulada, se encerró largo rato en su cuarto a llorar y rezar para que el hombre no la abandonara. De pronto, tuvo una especie de iluminación y supo que ese miedo no era de ella sino de su madre, a la que en repetidas ocasiones oyó decir: “Yo sin mi viejito no puedo vivir”. Entonces, exclamó: “Mamá, este miedo no es mío, es tuyo y te lo devuelvo”. Ella misma se sorprendió de que inmediatamente dejó de llorar, se puso de pie y dijo: “Voy a estar bien”. Tuvo valor para dejar atrás la relación y procurar para sí eventos agradables. Soltó una carga ajena.

Hay otras cargas, también ajenas, que solemos llevar a cuestas y obstaculizan nuestra felicidad: cuando vemos a alguien hacer cosas que nos disgustan o nos perjudican. Si pudiéramos pensar con claridad, veríamos que la acción o el problema pertenecen a la persona que los ejecuta; nosotros solo somos responsables de lo que hacemos nosotros, no de lo que hace otra gente. Si esa persona decidió comportarse de tal o cual manera, la responsabilidad es suya. En cuanto a lo que me perjudica, es trabajo mío liberarme y ponerme a salvo.

A veces, cuando oímos hablar del perdón, imaginamos que se trata de poner un rostro sonriente y decir al que nos perjudicó: “Yo te perdono, no hay problema”. Tal vez, también  reanudar la amistad o el tipo de relación que nos unía. Esto no es lo que yo estoy tratando de decir. Aquí me refiero a soltar las responsabilidades que no son mías y dejárselas al dueño. Es un tipo de perdón (llamémoslo egoísta) con el que me niego a cargar lo que no es mío y lo dejo atrás, en el pasado. Traiciones, deslealtades y mentiras que yo no hice pero diez o veinte años después las sigo sufriendo, son cargas ajenas que llevo inútilmente, no tienen solución y ya solo existen en mi recuerdo. No tengo por qué seguir sufriendo a causa de ellas. Puedo soltarlas, dejar que se vayan de mi vida y comenzar a ser libre y feliz.

“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com 



lunes, 18 de noviembre de 2019

MANDE USTED


Cuando yo era niña, la buena educación incluía que nos enseñaran a contestar “mande usted” si nos llamaban o dirigían la palabra. Un simple “¿qué?” era mal visto y ameritaba una reprimenda: “¡Cómo qué, se dice mande usted!”. Mis primos y otros contemporáneos decían “mande”. Todavía, a veces, se escucha a alguien responder “mande” como señal de buena educación. ¿Tiene alguna importancia? 
Cierto empresario leonés fue a España, allá vivió una temporada y puso un restaurante con empleados españoles y algunos mexicanos. Los mexicanos (él incluido) contestaban “mande” y  los españoles “qué”. Los socios del empresario lo corregían: “No contestes así, suena servil. Yo no te hablo para mandarte nada. Se dice “qué” o “dime” o como sea, pero no “mande”.
¿Por qué a nosotros nos enseñaron así? ¿Qué origen tiene esta expresión? ¿Sería una manera de inculcarnos que la obediencia y la sumisión eran consideradas virtudes grandes y deseables? 

En pláticas con amigos nos hicimos estas preguntas. Hubo quienes se inclinaron a pensar que la costumbre quizá provenga de tiempos de la Colonia, cuando los españoles exigían a los indígenas una actitud de obediencia. Sin embargo, el “mande” no parecía un distintivo entre clases, pues personas de nivel socioeconómico elevado, privilegiadas de la fortuna y posibles descendientes de los conquistadores, también lo acostumbraban al contestar. E igual, en la escuela lo utilizaban los maestros unos con otros, con los padres de familia, y lo exigían de los alumnos. Quizá aludía a alguna autoridad superior. ¿El rey?, ¿el papa?, ¿el estado?, ¿la sociedad? 

Las cosas que le enseñan a uno de niño se quedan grabadas en lo profundo del inconsciente y las recuerda no como algo que aprendió sino como “cosas naturales”. Para cada persona, es normal lo que vio primero en casa. 

Si nos inculcaron el “mande”, alguna consecuencia debe tener en nuestra vida. Quizá nos parezca natural necesitar una autoridad que nos gobierne o diga lo que es correcto e incorrecto, bueno y malo, algo así como un rey, el papa, el estado, la sociedad, la ciencia o un gurú. Solo mediante el desarrollo valoraríamos el pensar por nosotros mismos.

Hoy, los jóvenes no contestan “mande”. ¿Sería deseable regresar a aquella costumbre? 

No es mejor lo antiguo por antiguo, ni lo nuevo por nuevo. Y la obediencia no me parece virtud sino vicio. Yo distingo mucho el colaborar del obedecer. 

Uno colabora cuando voluntariamente se suma a un proyecto y sabe seguir indicaciones de quien tiene la función de dirigir. En cambio, uno obedece cuando se somete de manera no voluntaria, ya sea porque no está pensando o porque se siente obligado a hacer algo que no quiere. Esto último de ninguna manera lo considero virtud, ni siquiera en los niños; en ellos sólo sería justificable si es protección necesaria de algún peligro. 

Tenemos poder y responsabilidad si nos damos cuenta de lo que elegimos; en cambio, obedecer o someterse sin siquiera notarlo nos deja en manos de otros, les entregamos nuestro poder. Siempre es mejor experimentarse uno dueño de sí mismo.

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lunes, 11 de noviembre de 2019

HONRAR EL PROPIO DESTINO


Mi artículo va a ser sobre lo lindo que es contemplar con amor y alegría determinadas experiencias. 

Este sábado que pasó, mis exalumnos de la entonces Escuela de Psicología de la universidad de Guanajuato (hoy ya cambió de nombre) festejaron su 40º. Aniversario. Me invitaron y asistí, tan agradecida como emocionada. 

¡Cómo agrada que las personas le ofrezcan a uno lo positivo de su corazón! Eso pude palpar en mis exalumnos. Nos saludamos y abrazamos. Eligieron evocar con alegría los eventos educativos que nos unieron a ellos y a mí y que sucedieron hace varias décadas, son pasado, hoy sólo existen en el recuerdo y el sentimiento. Hubo un espacio para la oración, conducido por un exalumno que es sacerdote. También recordamos a los que ya no están: a Carmelita Badillo, la fundadora, y a los compañeros que abandonaron el planeta. Brindamos por todos. Luego, después de la cena, la gran mayoría de los presentes se levantaron a bailar.

Recordar a Carmelita Badillo es siempre para mí una experiencia de gratitud. Ella me parecía como alguien venido de otra época, futura, con una visión totalmente distinta de las cosas y las personas. Con su tremenda capacidad de trabajo que daba la impresión de nunca cansarse, fundó la escuela junto con el doctor Torres Madraso. Algunos exalumnos recordaron ese tiempo en que ella fue directora como rebosante de energía y muy motivador, pues también ellos realizaron cosas que hoy, pasados los años, les parecen casi increíbles.

Ya en mi casa reflexioné sobre la gran diferencia que hay entre mirar las cosas con buenos o con malos ojos. Los eventos suceden y se van, pero queda el sabor que uno les confiere con la propia mirada. Uno lo elige. Es probable que durante el tiempo de formación de aquellos jóvenes, hoy adultos y con familia, también sucedieran episodios perturbadores, ¿dónde están? Ya no existen. Y si alguno hubiera elegido mirar esa época con ojos  condenadores, de horror, coraje, decepción o alguna emoción dolorosa, entonces no le sería lindo recordar, se sentiría triste con sus recuerdos.

La vida pasa muy rápido y llega el momento en que uno deja de respirar para siempre. Mientras tanto, durante el tiempo en que respiramos, hemos de vivir alegrías y dolores que parece que durarán. Pero todo se va. Luego, cuando tenemos oportunidad de mirar atrás, es cuando podemos tener ojos amorosos o malévolos hacia lo vivido. ¡Qué triste si uno mismo se condena, y qué alegría si logra mirar todo con amor!

En Constelaciones Familiares existe un movimiento sanador que se llama “honrar el propio destino”. Uno se para enfrente de sí mismo, de su presente, pasado y futuro, inclina la cabeza lo más amorosamente que es capaz y exclama: “¡Honro mi destino!”; es decir, estoy de acuerdo conmigo, me amo, aprecio todas mis experiencias incluidas las que en su momento no pude comprender o me parecieron malas, también las que consideré buenas. Honro todo y me considero honorable y digno de amor. Me amo como sea.

Para mí resulta fácil y agradable honrar esa época en que la cátedra en la universidad de Guanajuato me permitió relacionarme con aquellos jóvenes estudiantes. Fue una experiencia estupenda. Hoy les doy gracias a ellos y a la vida por esa oportunidad. Y cuando los veo realizados, maduros, con brillo en los ojos, me alegro doblemente y les deseo que sigan adelante con la misma entereza. ¡Gracias por invitarme y recordarme con amor!

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lunes, 4 de noviembre de 2019

EL LOBO Y LA OVEJA QUE LLEVAMOS DENTRO


Solemos creer que nuestra personalidad es algo fijo, siempre la misma, a pesar de tener miles de pruebas de que es flexible, cambiante, acomodaticia e influenciada por el medio ambiente. No es raro presenciar la mutación de un jefe adusto y mandón que en su casa sirve de caballito a su hijo o nieto y tolera que su mujer le grite; o al revés, el hombre o la mujer que con toda la gente muestra un carácter dulce y conciliador y con los suyos es agrio, enojón y exigente. Nosotros mismos nos sentimos distintos cuando estamos solos o acompañados, si vamos vestidos de bata y pantuflas o en traje de etiqueta, a pie o en auto. Me agrada la expresión de Carl G. Jung cuando se refería a “la polifonía del yo”. Somos polifónicos.

No existe eso de “tiene mucha personalidad” o “le falta personalidad”. La personalidad es el estilo peculiar de cada uno para adaptarse a sus circunstancias, y todos tenemos el nuestro. Dicho estilo, a veces sí y a veces no, coincide con la manera en que nos ven o con la idea que tenemos de cómo somos. Por ejemplo, podemos pensar que somos débiles o frágiles y estar soportando situaciones que requieren fuerza y resistencia, o lo opuesto; creernos fuertes y no animarnos a tomar determinado riesgo por temor. Son pensamientos y pertenecen al observador, quien se forma un juicio y cree que así es. Cada uno de nosotros somos también observadores de lo que hacemos y también emitimos juicios.

La mayoría de psicólogos está de acuerdo en que el concepto de personalidad es un “constructo hipotético inferido por los observadores”; es decir, lo que piensa y cree el que está mirando. Otros opinan que es un conjunto de hábitos a los que el individuo echa mano con mayor frecuencia. Están los que atribuyen la personalidad a la forma de educación; es decir, aprendizaje. Y luego, los que incluyen todo lo anterior.

El medio ambiente influye. Por ejemplo: Hay personas que generalmente son amables y en cuanto suben a un auto parecen adquirir la “personalidad” de Hulk: gritan “idiota”, “fíjate por dónde vas”, o utilizan el claxon de manera agresiva. Conducir les ocasiona estrés y temen ser víctimas de otros conductores. Conozco a amigas que saben conducir y nunca lo hacen. “Me dan nervios”, dicen. Un amigo que vino de la Ciudad de México me hizo la observación que tal vez la continuidad del caos ha permitido a los capitalinos poner mayor atención a la fluidez del tráfico que al estrés y parecen decir con su conducta “muévete, pero rápido”, “si cabes, pásale, no hay problema”, “a ver, uno, dos, tres, ya te fuiste”; en cambio, en León, donde los embotellamientos son de reciente aparición, las personas aún no aprendemos a ceder el paso y reclamamos si media cuadra adelante alguien se incorpora en la fila. Esto da la impresión de que somos poco amables al conducir. También se puede pensar que somos novatos en los atascos.

¿Te gustaría que en las calles hubiera puestos de control, como el alcoholímetro, que revisara si manejas de buen humor? Algo como: "¿ha dejado pasar a otros?, ¿va de buenas?, ¿escuchando música?, ¿no se la ha “refrescado” a nadie? Maravilloso, mi estimado, que tenga buen día."

En lo personal, yo preferiría tener mi propio “enojómetro” y bajarle de intensidad voluntariamente hasta donde me sienta feliz, porque opino que la mejor personalidad es aquella que nos permite ser felices y lo menos molestos posible para los demás, dentro de las variantes circunstancias de la vida. Y que qué bueno que la personalidad no es fija, así podemos moldearla a nuestra conveniencia personal y dejar que pasen un auto o dos para aligerar el tránsito.

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