Todos deseamos ser felices. Y todos hemos obtenido alguna
prueba de lo que es la felicidad; la sensación de que todo está bien porque el
cuerpo, la mente, el sentimiento y la realidad, coinciden. Es sumamente grato
sentirla.
La felicidad es una situación de armonía, amor y
concordia con uno mismo, los demás y lo que sucede. Un bebé está feliz si se
encuentra sano, nutrido, limpio, seco y su mamá o sus semejantes están de
buenas. Con que alguna de esas condiciones faltara, se haría patente un
desequilibrio que desencadenaría una reacción tendiente a lograr que la
felicidad vuelva. Quizá el bebé se ponga inquieto o llore, avisando que no es
completamente feliz. Igual pasa en todas las edades; en cuanto se presenta un
desequilibrio aflora una reacción: incomodidad, enojo, tristeza, dolor,
dramatismo, enfermedad...
Podemos suponer que la felicidad es un estado natural del
ser humano pero, en la realidad, dicho estado se ha convertido en un ideal casi
inalcanzable. Con el paso del tiempo, son raros los momentos en que el cuerpo,
la mente, el sentimiento y la realidad coinciden. ¿Por qué es tan difícil
hacerlos coincidir?
El cuerpo es lo más disponible para ser feliz. Él es fiel
a sí mismo y hace lo posible por conservar su bienestar. Si le falta agua,
siente sed; si alimento, siente hambre; calor o frío, suda o se pone en
movimiento; algo lo lastima, duele. Por lo general, sus avisos son inmediatos.
Sin embargo, debe obedecer a la mente y esta, a veces, lo rechaza: “no
fastidies”, “eres un latoso”, “estás feo”...
La mente suele distraerse del imperativo de retornar a la
armonía que tanto deseamos. Barreras de rechazo entre ella, el cuerpo, el
sentimiento y la realidad, inculcadas o creadas por nosotros, la hacen divagar.
“No tomo agua porque luego me dan ganas de orinar”. “Pospongo el defecar porque
debo estar en clase o en junta”. “No reposo mi enfermedad porque tengo cosas
urgentes que solucionar”. “No me miro mucho rato en el espejo ni me toco porque
es vanidad o es malo”. “No hago de amistades porque estoy muy ocupado para
atenderlas”. “No saludo a mis vecinos porque son gente corriente”...
La mente también suele poner la mirada y el anhelo en
cosas ajenas como si estas fueran proveedoras de armonía: un iPhone, Netflix,
likes en redes sociales, ropa, autos... O en condicionamientos: “seré feliz
cuando sea rico... delgado... famoso... termine
mi carrera... me case...” En un futuro, no hoy, no ahora.
Los sentimientos también son avisos. El amor y la alegría
indican que todo va bien. La tristeza y el enfado indican lo contrario. Sería
muy bueno que la mente dejara de divagar y se concentrara en escuchar los
mensajes que le dan el cuerpo y los sentimientos cada vez que se enfrenta con
la realidad; podría hacer lo necesario para que la tan añorada sensación de
armonía y concordia se volviera una actitud permanente y no un chispazo que
surge de vez en cuando. Valdría la pena, después de todo, la felicidad es
demasiado importante.
“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar
con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com