lunes, 21 de marzo de 2016

TABÚES



En nuestra cultura, la muerte es un tabú; es decir, algo que no debe mencionarse ni pensarse. Tabú significa “lo prohibido” y se refiere a conductas, acciones o pensamientos que están censurados por un grupo humano, debido a cuestiones culturales, sociales o religiosas. El tabú más extendido de los que se conocen es el incesto, casi todas las culturas lo tienen como tal; la muerte es uno de occidente.
Hace muchos años, yo muy joven, estuve unos meses en Oaxaca, en una aldea mixe. Un día, muy temprano, antes del alba, camino a misa, vimos algo para mí demasiado impresionante: en la calle, afuera de la puerta de una casa, en medio de un frío que congelaba, varias personas se ocupaban en bañar a un hombre desnudo. Las religiosas me indicaron que no mirara, pero ya lo había hecho y a duras penas pude quitar los ojos de la escena. Más tarde me explicaron lo que sucedía: el hombre había muerto y estaban preparándolo para la sepultura, era la costumbre. Para ellos, ni la muerte ni el nacimiento eran asuntos privados, sino comunitarios y concomitantes con la vida. No compartían nuestro tabú. Podemos saber que un tabú se encuentra instalado en nuestra mente, cuando nos molesta e impresiona ver que alguien lo transgrede. Eso me sucedió.
Todo grupo humano posee su manera propia de ver la vida y el mundo; en el nuestro, las personas deben ser jóvenes, sanas y con pocos requerimientos de tipo físico. A excepción de comer y beber, que son reverenciados y pueden realizarse en público, inclusive en festejos, los demás deben ser satisfechos en privado: acicalarse, ir al baño, enfermar, someterse a estudios de laboratorio y, por supuesto, morir. Como nada de lo anterior puede evitarse, nuestra cultura ordena ocultarlo, realizarlo en secreto y no presentarnos en público hasta haber logrado disimular que tenemos las mismas necesidades que otros seres vivos. Para con la muerte, hay especificaciones muy precisas que cumplir durante los sepelios, comenzando por la de acicalar al difunto y disimular cualquier sufrimiento.
Un sepelio es un evento social para el que no se hacen invitaciones. Una persona muere y sus familiares, amigos y conocidos se reúnen y cumplen las ceremonias civiles y religiosas que ordena la subcultura a la que el grupo pertenece, como ir de negro, enviar flores, abrazar a los deudos, velar toda la noche, rezar un rosario tras otro, escuchar al sacerdote, rabino, o lo que corresponda, etc.
Puede suceder que el cumplimiento de las normas exteriores cobre mayor importancia que el interior de las personas, o que los asistentes se presenten pretendiendo ser consolados más que consolar. Ninguna de estas cosas resulta de ayuda. Una cara llorosa como si el muerto fuera nuestro y no de los familiares, termina siendo una falta de reconocimiento del dolor de éstos y un robo de su energía. Podemos detectarlo en las expresiones. “¡Qué bonita ceremonia!”, “vino gente importante a acompañarlos”, “¡cuántas flores!”, “se nos fue y ahora qué vamos a hacer”, “yo no lo podía creer si apenas lo vi tal día y estaba bien”… Ninguna de éstas aporta a los dolientes lo que necesitan: comprensión, simpatía y fuerza para ver lo que es.
En un trago tan amargo como lo es la pérdida de un ser querido, nuestra presencia disponible para dar y perder energía es un regalo que no se ve y resulta particularmente valioso.
“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , al teléfono 7 63 02 51 o en facebook.com/Pascua Constelaciones Familiares.




lunes, 14 de marzo de 2016

EL DERECHO A COMETER ERRORES



Todos cometemos errores, tal es el precio de la libertad. Si siempre y obligadamente “optáramos” por lo correcto y acertado, sin oportunidad para equivocarnos, ni dicha opción sería opción ni nosotros seres libres, sino entes forzados, que no eligen, sin alternativa, trenes rodando sobre una ferrovía, sin posibilidades de salir de ella.
Un error es una decisión que acarrea consecuencias indeseables. Para los humanos es doloroso asumir que cometimos uno, en el fondo quisiéramos atinar de todas, todas. Un “te lo dije” nos sulfura, nos hace sentir ineptos, pone de manifiesto que ambicionábamos ser infalibles.
Hay quienes prefieren jamás reconocer que se equivocaron y tejen un mundo de mentiras alrededor de cualquier desacierto, a fin de convencerse y convencer a los demás que nunca fallan, que no es su culpa. Es la reacción del niño pequeño que se aterroriza de que mamá o papá lo rechacen porque desobedeció.  Otros, en cambio, con el error se vuelven más humildes y admiten: “Es mi responsabilidad y asumo las consecuencias, lo siento”.
Libertad y responsabilidad suelen ir de la mano, aunque no siempre; la primera es inherente a nosotros, la segunda (responsabilidad=capacidad para responder) es un logro. Necesitamos cierto grado de desarrollo para admitir que el error forma parte de la vida y tenemos derecho a equivocarnos. Una vez que reconocemos que no somos infalibles, sino seres en evolución que estamos aprendiendo continuamente, la equivocación no nos aniquila; luego de ella continuamos adelante con un conocimiento más en nuestro haber, con mayor experiencia y, si hemos trabajado mucho a nuestro favor, con el mismo amor o autoestima hacia nuestra persona.
Sentirnos con derecho a cometer errores y a pesar de ellos seguirnos amando es un adelanto enorme, pero hay otro aún más difícil: reconocer este mismo derecho en los demás, sobre todo a seres muy cercanos y queridos, no se diga si se trata de nuestros padres. Con ellos aplicamos extremada severidad. “Mi madre quiso abortarme”, “papá nos dejó tirados y nunca vio por nosotros”, “mi mamá prefería a mi hermano”, “me negaron la educación”, “me cerraron las puertas cuando más los necesitaba”, “me borraron de su testamento”…
Es un sueño generalizado desear que los propios padres, hijos, pareja… sean seres perfectos que no fallan jamás. Pero no lo son, también ellos pueden cometer errores monumentales, afectarnos y causarnos daño. Tanto daño como nosotros aceptemos seguir sufriendo. Asumir que nuestros seres queridos son sólo humanos en busca de su camino y que en ocasiones equivocan escandalosamente el rumbo, nos hace humildes: dejamos de sentirnos el bebé que “debió” ser engendrado por ángeles o superhombres y merece ser colocado en cuna regia, con sábanas de seda y servidores vigilando su bienestar, dejamos de exigir esto para convertirnos en simples seres humanos, hijos de humanos, hermanos de humanos, emparejados con humanos, que tienen hijos humanos.
Cuando nos sentimos humanos con los humanos y respetamos su derecho a cometer errores, entregamos la responsabilidad a los dueños de los actos y podemos concentrarnos en estar a cargo de nuestro bienestar. Inclusive puede ser que sintamos regocijo por las veces en que nuestros seres queridos no se equivocaron demasiado y nos hicieron buena compañía. Tal vez hasta queramos darles las gracias por algo bueno.
“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , al teléfono 7 63 02 51 o en facebook.com/Pascua Constelaciones Familiares.






martes, 8 de marzo de 2016

DESARROLLO AFECTIVO E IDENTIDAD SEXUAL



Cuando Freud hablaba del desarrollo afectivo y la identidad sexual de niños y niñas describió, en lenguaje metafórico, las etapas que unos y otras deben transitar y que tienen diferencias. Decía que al principio ambos, por igual, aman y necesitan de mamá y ésta representa para ellos al mundo entero, un mundo que perciben tan acogedor u hostil como sea su madre. Más tarde, descubren a papá, que representará el mundo exterior, un mundo no doméstico, masculino, difícil de doblegar y conquistar, que establece límites y exige.  A los ojos del hijo, papá y mamá fungen como los “botones de muestra” sobre los cuales el pequeño establece, subjetivamente, las diferencias que existen entre hombres y mujeres y a temprana edad “sabe” o se orienta hacia aceptar o rechazar, respetar o despreciar, conducirse con amor y confianza o con desdén y desconfianza, a cada uno de los sexos representados por sus padres. En lenguaje popular diríamos que la primera impresión es la que vale, cada quién habla de la feria como le va en ella, Pedro la hace y Juan la paga y al final nadie sabe para quién trabaja. Esta parte del desarrollo es igual para niños y niñas, pero todavía falta.
Una vez que el bebé descubre a papá, la díada se convierte en tríada y, según Freud, comienza una labor de conquista mutua en la que niño y niña tienen comportamientos diferentes; si bien ambos luchan para que papá no les robe a mamá, al mismo tiempo quieren ser amados por él y parecerse a él, pero a causa del Complejo de Edipo, el varón compite con su padre y quiere superarlo, mientras que la mujercita se siente en desventaja e intenta seducirlo. La buena solución, seguimos con Freud, consistirá en que el niño se identifique con papá y pueda decir “nosotros somos hombres”, y la niña renuncie a la competencia, se identifique con mamá y pueda decir “nosotras somos mujeres”. La falta de solución es imposible describirla aquí por lo múltiple y variada que resulta, y tendrá mucho que ver con la futura identidad sexual y el futuro comportamiento en pareja de los pequeños ya crecidos. Esto a muy grandes rasgos. Por cierto que mucha gente interpretó estas ideas de Freud como provenientes de una cultura machista, en lugar de entenderlas como la metáfora de una serie de procesos.
Bert Hellinger, el creador de Constelaciones Familiares, da un paso más y plantea la identidad sexual y la relación de pareja como asuntos transgeneracionales; es decir, que conciernen a varias generaciones y no sólo a las experiencias individuales, infantiles o no, de él y ella. Hellinger ensancha el campo donde pueden encontrarse las causas por las que un hombre o una mujer no pueden tomarse a sí mismos como lo que son, hombre o mujer, o tampoco desempeñarse como pareja y después como padres. Considera que estas dificultades son el resultado de las historias de las familias que dieron origen a determinado hombre y determinada mujer. Dichas historias, dice, traen arrastrando consigo asuntos pendientes de solución que vez por vez se plantean a cada nueva pareja, a ver si ésta logra por fin desenredar los enredos y dar a cada miembro de la familia un lugar respetado y honorable: al hombre como hombre, a la mujer como mujer, a los padres como padres, a los hijos como hijos, etc.
Hellinger asegura que, aunque está extendida la idea de considerar un divorcio o una separación como un fracaso atribuible a que él o ella hicieron algo indebido, en realidad esto y la duración o no de las parejas, así como su felicidad, ya viene previsto o preparado por los hechos ocurridos en generaciones anteriores. Un ejemplo sería que la nieta se divorcie a la misma edad en que enviudó la abuela, o parejas que siguen casadas y viven juntas dejen de ser pareja y se vuelvan “enemigos” entre sí, a los mismos años de casados en que hubo una traición entre los bisabuelos.
En las Constelaciones Familiares puede observarse lo anterior, pero cabe señalar que éstas no pretenden corregir o modificar los destinos -aunque suelen darse cambios sorprendentes-, sino reconciliar a la persona con su origen, familia, historia y destino para que viva libre, a partir del punto en que se encuentra y precisamente con lo que ha recibido.
“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , o en facebook.com/Pascua Constelaciones Familiares.