En nuestra cultura, la
muerte es un tabú; es decir, algo que no debe mencionarse ni pensarse. Tabú
significa “lo prohibido” y se refiere a conductas, acciones o pensamientos que
están censurados por un grupo humano, debido a cuestiones culturales, sociales
o religiosas. El tabú más extendido de los que se conocen es el incesto, casi
todas las culturas lo tienen como tal; la muerte es uno de occidente.
Hace muchos años, yo muy
joven, estuve unos meses en Oaxaca, en una aldea mixe. Un día, muy temprano,
antes del alba, camino a misa, vimos algo para mí demasiado impresionante: en
la calle, afuera de la puerta de una casa, en medio de un frío que congelaba,
varias personas se ocupaban en bañar a un hombre desnudo. Las religiosas me
indicaron que no mirara, pero ya lo había hecho y a duras penas pude quitar los
ojos de la escena. Más tarde me explicaron lo que sucedía: el hombre había
muerto y estaban preparándolo para la sepultura, era la costumbre. Para ellos,
ni la muerte ni el nacimiento eran asuntos privados, sino comunitarios y
concomitantes con la vida. No compartían nuestro tabú. Podemos saber que un
tabú se encuentra instalado en nuestra mente, cuando nos molesta e impresiona
ver que alguien lo transgrede. Eso me sucedió.
Todo grupo humano posee
su manera propia de ver la vida y el mundo; en el nuestro, las personas deben
ser jóvenes, sanas y con pocos requerimientos de tipo físico. A excepción de
comer y beber, que son reverenciados y pueden realizarse en público, inclusive
en festejos, los demás deben ser satisfechos en privado: acicalarse, ir al
baño, enfermar, someterse a estudios de laboratorio y, por supuesto, morir.
Como nada de lo anterior puede evitarse, nuestra cultura ordena ocultarlo,
realizarlo en secreto y no presentarnos en público hasta haber logrado disimular
que tenemos las mismas necesidades que otros seres vivos. Para con la muerte,
hay especificaciones muy precisas que cumplir durante los sepelios, comenzando
por la de acicalar al difunto y disimular cualquier sufrimiento.
Un sepelio es un evento
social para el que no se hacen invitaciones. Una persona muere y sus familiares,
amigos y conocidos se reúnen y cumplen las ceremonias civiles y religiosas que
ordena la subcultura a la que el grupo pertenece, como ir de negro, enviar
flores, abrazar a los deudos, velar toda la noche, rezar un rosario tras otro, escuchar
al sacerdote, rabino, o lo que corresponda, etc.
Puede suceder que el
cumplimiento de las normas exteriores cobre mayor importancia que el interior
de las personas, o que los asistentes se presenten pretendiendo ser consolados más
que consolar. Ninguna de estas cosas resulta de ayuda. Una cara llorosa como si
el muerto fuera nuestro y no de los familiares, termina siendo una falta de
reconocimiento del dolor de éstos y un robo de su energía. Podemos detectarlo
en las expresiones. “¡Qué bonita ceremonia!”, “vino gente importante a
acompañarlos”, “¡cuántas flores!”, “se nos fue y ahora qué vamos a hacer”, “yo
no lo podía creer si apenas lo vi tal día y estaba bien”… Ninguna de éstas
aporta a los dolientes lo que necesitan: comprensión, simpatía y fuerza para
ver lo que es.
En un trago tan amargo
como lo es la pérdida de un ser querido, nuestra presencia disponible para dar
y perder energía es un regalo que no se ve y resulta particularmente valioso.
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