lunes, 23 de mayo de 2016

MAESTROS DE VIDA



¿Qué éramos cuando nacimos? Bebés, por supuesto, pero ¿teníamos algún conocimiento, o ninguno? Las opiniones al respecto son diversas, desde la famosa “tábula rasa” que considera al recién nacido como una pizarra limpia, sin estrenar y disponible, hasta quienes afirman que ya contiene la historia completa de la evolución, de la humanidad o de su familia. Ni siquiera hay un acuerdo universal acerca de cuáles características deben ser consideradas naturales y cuáles aprendidas, ni sobre la definición y alcance del aprendizaje, sus métodos y procesos; sin embargo, hay un punto en el que todas las teorías coinciden: el ser humano aprende constantemente.
Para aprender hemos tenido maestros de vida desde que nacimos y los tendremos mientras permanezcamos en el planeta; me refiero a todas las personas con quienes interactuamos. De éstas, algunas nos han dado o exigido más que otras. Fue suficiente que nuestros padres, familiares, maestros y amigos hablaran el idioma para que adquiriéramos una herramienta indispensable de comunicación y pertenencia; que interactuaran entre ellos, con nosotros y con otras personas para que introyectáramos su código cultural de valores y creencias… Pero nunca fuimos pasivos; es decir, al mismo tiempo que recibíamos, íbamos construyendo en nuestra mente un mundo que no es idéntico al de quienes fungían como maestros, porque elaborábamos nuestras propias conclusiones.
El aprendizaje transforma. Ciertamente no estoy considerando maestros sólo a aquellos que atiborran la memoria de datos, ni sólo a personas bondadosas y bienintencionadas que desean lo mejor para nosotros, sino a todos los que con su manera de ser han favorecido que nos veamos en la necesidad de imaginar un desenlace distinto y modificar las premisas que poseíamos antes. Sus lecciones a veces nos gustan y a veces no; para cualquiera es inolvidable la experiencia de que alguien, con su trato, le enseñe a mejorar su autoestima; pero también es inolvidable la experiencia de verse excluido, traicionado o defraudado. En ambos casos, los personajes que intervinieron fueron maestros de vida, y también en ambos, la lección pudo quedar pendiente de ser aprovechada; es decir, no se la tomó como lección o se la dejó aumentando el cúmulo de datos ya existentes en la memoria que no provocan cambios significativos en la manera de percibir y manejar el mundo interiorizado. Digamos que ni el primero mejoró su autoestima ni el segundo adquirió recursos nuevos para recuperar su estabilidad.
En lenguaje puramente ideal, sería deseable que cada aprendizaje del ser humano lo capacitara para ser paulatinamente más armonioso consigo mismo y con los otros. No siempre sucede así; hay experiencias que lo vuelven más arisco y amargado. Esto no significa que no haya aprendido; sí aprendió, pero no a su favor ni lo que necesitaba para su bienestar.
Si consideramos que cada ser humano somos responsables y guardianes de nuestro bienestar, es obvio que necesitamos vigilar nuestros aprendizajes y hacer algo para que éstos nos conduzcan a más y no menos armonía con nosotros mismos y con nuestro medio ambiente, el cual incluye a otros seres humanos.  En la vida existe lo adverso. Todo aquello que nos ocasiona aflicción, sufrimiento y malestar está indicando que hay una lección pendiente de asimilar y que requerimos de un aprendizaje nuevo para convertirla en sabiduría. La dicha es un arte y se construye.
“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , al teléfono 7 63 02 51 o en facebook.com/Pascua Constelaciones Familiares.



lunes, 16 de mayo de 2016

TODOS AMAMOS.



El amor es motor de todo cuanto hacemos. Un motor fuerte. Está constituido por dos caras, como las monedas: una, el amor a uno mismo; la otra, amor a los demás. Estas dos fuerzas aparentemente opuestas, cuidar de sí vs cuidar de los semejantes, son poderosísimas dentro de nosotros. No podemos hacerlas desaparecer. Aun si la cultura, mediante la socialización, nos enseñara a repudiarlas, jamás serían anuladas. Con ellas sucede lo que con las relaciones sexuales: aun si se nos enseñara que son malas y prohibidas, tal prohibición no logra disolver por completo el impulso y éste da los rodeos necesarios para verse cumplido, bien o mal cumplido.
Me gusta llamar egoísmo al amor por sí mismo, entendiéndolo como el empuje instintivo e invencible de auto-conservación que mantiene a la persona no dividida (individuo) y luchando por permanecer viva, completa, siendo lo que es y tratando de que su genoma individual trascienda y no muera. Este impulso claudica solamente con la muerte.
Al otro amor, hacia los semejantes, lo llamaría instinto de supervivencia colectiva. Lo veo como  un impulso invencible del grupo a reproducirse, conservarse y propagarse, aun a costa de los individuos. No le importa demasiado si, para que la especie sobreviva, deba sacrificar a uno o más de sus miembros. Tampoco lo detiene si éstos están disponibles o no para reproducirse, ni cuántas estrecheces y penalidades deberán pasar mientras intentan sacar adelante a sus crías; este impulso los empuja casi con violencia a que tengan hijos, los cuiden y antepongan el bienestar de ellos al suyo propio. Y parecido con sus seres amados, en ocasiones incluso con desconocidos: alguien ve a un semejante a punto de morir ahogado y se lanza a salvarlo, poniendo en riesgo su propia vida; hasta después piensa si para él era conveniente hacerlo. ¿Todos actuamos así? Quien no lo haga lo recordará con dolor toda su vida, o suprimirá el recuerdo de su conciencia pero no de su inconsciente.
Sin el apoyo de la inteligencia o racionalidad, estos dos amores pueden degenerar y movernos a los actos más destructivos o enfermizos, como el suicidio o la locura. Entonces elaboramos narraciones explicativas muchas veces retorcidas, porque no admitiríamos ni siquiera pensar en alguna acción que no esté apoyada en uno de estos dos amores; o le encontramos el amor o simplemente no sucederá, porque no la llevaríamos a efecto. Nuestra conciencia no soporta transgredir el amor. El soldado que va a la guerra no se dice a sí mismo: “Se trata de matar a todos los que pueda”; sino: “Se trata de proteger a mi grupo (familia, Patria) en su honor, dignidad, libertad, o lo que sea”. Alguien que se vuelve loco, se suicida o de alguna manera es destructivo, no puede pensar que odia gratuitamente, necesita una causa ‘lógica’: “Todos me odian, estoy protegiéndome”, “Si pongo fin a mi vida acabaré con mi sufrimiento”, “Hago cosas que destruyen mi cuerpo o mi salud para mimarme, buscar un placer, huir de la ansiedad, agradar a la divinidad, expiar una culpa, etc.”.
Concluyendo, si bien el amor nos mueve en todo lo que hacemos, de ninguna manera es garantía de que haremos bien las cosas; interfieren los pensamientos, la experiencia… y el antagonismo natural entre las dos caras descritas. La historia de la humanidad muestra al ser humano en  sempiterno conflicto entre ambos amores: preferirse a sí mismo poniéndose en primer lugar, caiga quien caiga, o consagrarse a los demás sacrificando la propia comodidad y hasta la vida. Cada uno estamos en algún punto intermedio entre estos dos extremos. La sabiduría, ahora llamada inteligencia emocional, es el arte de usar la inteligencia para que ambas caras del amor permanezcan relucientes y funcionales.
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lunes, 9 de mayo de 2016

CRIOPRESERVACION DE SENTIMIENTOS



Me gustaría saber su opinión acerca de un rencor no-negociable, junto con orgullo y vanidad heridos. Es sobre una chava que se para cerquita de mí ─¡lo más cerca!─ y me dice “No vales”. Claro, no se acerca y hace eso, hablo metafóricamente. Y pues tengo esa parte de mí: la rencorosa, el odio. Dice una frase que “después del amor, el odio es lo más dulce que hay”. Y todo mundo dice también (hasta los expertos), que el rencor nos trae cáncer. Yo no tengo miedo de algo así. Yo creo que hay que saber tener rencor, también.
OPINIÓN
En artículos anteriores he repetido que necesitamos amar nuestros sentimientos como son; sin embargo, no es lo mismo amarlos que congelarlos; ellos, como las cosas vivas, tienen movimiento y evolución, se nutren y reproducen y además, influyen en nuestra vida haciéndonos felices o desdichados.
Tu “no negociable” me suena a decir  “¡congelado!” o “¡engarróteseme ahí!” que jugaban los niños hace mucho tiempo, similar a la Criopreservación, mediante la cual, personas mandan congelar el cuerpo de algún ser querido con la esperanza de que la ciencia avance lo suficiente para revivirlo y curarlo.
Menos radical, también puedo imaginar que tu “no negociable” significa: “Nadie quiera remover o transformar este sentimiento, aun si me ocasionara cáncer”. En este caso tienes razón, nadie podría hacerlo, sólo tú, porque es tuyo.
Después le cambias nombre, de rencor pasa a odio; ¿negociable?, ¿son negociables el orgullo y la vanidad heridos?, y continúas calificándolo de dulce: “el odio, después del amor, es lo más dulce que hay”.
Primero: Debo concederte el mérito de estar consciente de los sentimientos que describes: rencor, odio, orgullo y vanidad heridos.  Son varios. Como todo sentimiento es energía, debes estar muy energizado. ¿Es así? Si no lo fuera ¿qué pasó con dicha energía?, ¿a dónde se fue? No puede esfumarse, igual no desaparecen las aguas de un río o un lago; si dejaran de estar visibles, se debería buscarlas hasta encontrarlas.
Supongamos que estás pletórico de energía. Como eres su dueño y tienes conciencia de ella, puedes modelarla como te guste. Si fuera lo opuesto, que la desconocieras, sería del tipo que esclaviza y empuja a actuar inclusive de manera peligrosa. Nada podrías hacer para liberarte de su dominio, salvo intentar traerla a la conciencia.
Tú estás consciente de tus sentimientos. Luego declaras: ¡no negociables! Como en tu mente eres todo poderoso, el decreto resulta inapelable. Entonces, ¿qué sucede?
Damos lo que tenemos. Si una jarra contiene leche, sirve leche; si agua, agua; si veneno, veneno. Seguramente darías tu contenido de rencor, odio, orgullo y vanidad heridos a las personas que se te acercaran.
Toda descarga o actuación de un sentimiento es placentera, sea éste cual fuere; igual se experimenta alivio al decir “te amo” como “te odio”, de ahí que tengo que volver a darte la razón cuando dices que “después del amor, el odio es lo más dulce que hay”. Las descargas siempre son dulces, también si dejan sabor amargo.
Hablas sobre una chava que se para cerquita de ti y te dice “no vales”. Aclaras que es una metáfora. Yo te invito a cuestionar si los sentimientos de rencor, odio, orgullo y vanidad heridos no estarán poniéndote unas gafas como espejos en los cuales reflejarse, ¿o sospechas que tú le diste primero a ella tu rencor, odio, orgullo y vanidad heridos, y está vengándose?
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