¿Qué éramos cuando nacimos? Bebés, por supuesto, pero
¿teníamos algún conocimiento, o ninguno? Las opiniones al respecto son
diversas, desde la famosa “tábula rasa” que considera al recién nacido como una
pizarra limpia, sin estrenar y disponible, hasta quienes afirman que ya
contiene la historia completa de la evolución, de la humanidad o de su familia.
Ni siquiera hay un acuerdo universal acerca de cuáles características deben ser
consideradas naturales y cuáles aprendidas, ni sobre la definición y alcance
del aprendizaje, sus métodos y procesos; sin embargo, hay un punto en el que
todas las teorías coinciden: el ser humano aprende constantemente.
Para aprender hemos tenido maestros de vida desde que
nacimos y los tendremos mientras permanezcamos en el planeta; me refiero a
todas las personas con quienes interactuamos. De éstas, algunas nos han dado o
exigido más que otras. Fue suficiente que nuestros padres, familiares, maestros
y amigos hablaran el idioma para que adquiriéramos una herramienta
indispensable de comunicación y pertenencia; que interactuaran entre ellos, con
nosotros y con otras personas para que introyectáramos su código cultural de
valores y creencias… Pero nunca fuimos pasivos; es decir, al mismo tiempo que
recibíamos, íbamos construyendo en nuestra mente un mundo que no es idéntico al
de quienes fungían como maestros, porque elaborábamos nuestras propias
conclusiones.
El aprendizaje transforma. Ciertamente no estoy
considerando maestros sólo a aquellos que atiborran la memoria de datos, ni
sólo a personas bondadosas y bienintencionadas que desean lo mejor para
nosotros, sino a todos los que con su manera de ser han favorecido que nos
veamos en la necesidad de imaginar un desenlace distinto y modificar las
premisas que poseíamos antes. Sus lecciones a veces nos gustan y a veces no;
para cualquiera es inolvidable la experiencia de que alguien, con su trato, le
enseñe a mejorar su autoestima; pero también es inolvidable la experiencia de
verse excluido, traicionado o defraudado. En ambos casos, los personajes que
intervinieron fueron maestros de vida, y también en ambos, la lección pudo
quedar pendiente de ser aprovechada; es decir, no se la tomó como lección o se
la dejó aumentando el cúmulo de datos ya existentes en la memoria que no
provocan cambios significativos en la manera de percibir y manejar el mundo
interiorizado. Digamos que ni el primero mejoró su autoestima ni el segundo
adquirió recursos nuevos para recuperar su estabilidad.
En lenguaje puramente ideal, sería deseable que cada
aprendizaje del ser humano lo capacitara para ser paulatinamente más armonioso
consigo mismo y con los otros. No siempre sucede así; hay experiencias que lo
vuelven más arisco y amargado. Esto no significa que no haya aprendido; sí
aprendió, pero no a su favor ni lo que necesitaba para su bienestar.
Si consideramos que cada ser humano somos responsables y
guardianes de nuestro bienestar, es obvio que necesitamos vigilar nuestros
aprendizajes y hacer algo para que éstos nos conduzcan a más y no menos armonía
con nosotros mismos y con nuestro medio ambiente, el cual incluye a otros seres
humanos. En la vida existe lo adverso. Todo
aquello que nos ocasiona aflicción, sufrimiento y malestar está indicando que hay
una lección pendiente de asimilar y que requerimos de un aprendizaje nuevo para
convertirla en sabiduría. La dicha es un arte y se construye.
“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar
con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , al
teléfono 7 63 02 51 o en facebook.com/Pascua Constelaciones Familiares.