En días pasados me reuní con algunas
compañeras a desayunar. Después de la charla, cuando nos despedimos, me sentía extremadamente
feliz de ser vieja.
Platicamos sabroso. Constatamos que no para
todos los viejos es maravilloso serlo; tienen puesta su mirada en el pasado; sufren
demasiado por haber dejado atrás los años de juventud, la piel tersa, los
músculos poderosos, el protagonismo social, las carreras y angustias de los
múltiples dilemas por solucionar. No se hacen el ánimo a aceptar el tiempo
extra que se les concede para vivir para sí mismos y hacer todo y sólo lo que
les gusta.
Un viejo feliz ha preparado su felicidad
pagando precios muy altos. Ha trabajado duramente en sí mismo y continúa
haciéndolo. Sus pensamientos son más o menos así:
Muy bellas la adolescencia y la juventud,
pero ya pasaron. Pagué el precio y seguí con lo que seguía (tarde o temprano me
alegré de que otros adolescentes y jóvenes llegaran a ocupar mi lugar y
desplazaran mi música, mis modas, mis héroes…).
Hermosa la edad adulta, pero ya se fue. Pagué
y sigo pagando el precio agridulce de ver a los hijos crecidos, haciéndose
cargo de lo suyo, en un mundo que es demasiado diferente a aquel mío, en donde
yo estaba a cargo.
“Eso ya no se usa”, me dicen. Pago el precio
y callo, respeto que hagan las cosas de otro modo, el suyo, incluso cuando creo
que no funcionará. Me hago a un lado. ¡Muy caro! Sufro con el desplazamiento y
debo ocuparme en reparar mi corazón, porque lo necesito alegre y funcional. Comprendo
que ahora sólo soy protagonista de mi propia vida. Me dedico a buscar cómo
hacerla bella y fecunda.
Encantador y comodísimo ser hijo, pero he
pasado a ser la generación vieja de la familia, la de padres y abuelos. ¡Qué
alto precio! Mis papás me miran desde el cielo. Ya no pretendo reclamarles
nada, muchas de sus conductas se aclararon en mi mente cuando me vi forzada a tomar el “lugar
de honor” o “departamento de quejas”.
“Mamá, papá, tu no debiste…”. Pago. Comprendo
que mis hijos son más jóvenes y aún conservan la ilusión/anhelo de que sus
padres les entregáramos la vida resuelta. No los condeno. Tampoco trato de
convencerlos. Ni de consolarlos. Sólo espero. La vida sola se encargará de
darles sabiduría, si saben pagar los precios. Tendrán una vejez maravillosa, o
tal vez no; algunos viejos opinan que es horrible ser viejo.
Lo maravilloso de ser viejo es haber
terminado con los deberes y vivir a placer lo que a uno le gusta. Es saber cómo
recibir con buen humor la vida como viene. Es creer en pocas cosas y no tener
interés en defenderlas. Es asimilar que la propia opinión no surte efecto sobre
nadie y si acaso lo hace, es apresurarse a liberar al hijo o a quien la escucha
para que sea capaz de hacer lo que desea hacer.
¡Qué maravilloso es ser viejo!
“Psicología” es una columna abierta. Puedes
participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , o en facebook.com/Psic-Ma-Dolores-Hernandez-Gonzalez