viernes, 23 de mayo de 2014

AMOR QUE MUEVE


El amor es motor de todo cuanto hacemos. Y este amor está, como las monedas, dividido en dos caras: una es el amor de la persona por sí misma, equiparable con el egoísmo, y la otra, el amor a los demás, o altruismo.

El egoísmo puede entenderse como un instinto de auto-conservación o impulso invencible que nos mantiene “individuos” (no divididos), luchando por permanecer vivos, completos, siendo lo que somos, manifestando nuestra esencia y tratando de que nuestro genoma individual trascienda. Este impulso claudica solamente con la muerte del individuo. En mi libro “Lo mejor de lo peor” dedico todo un capítulo a este tema. Y por otro lado está el amor a los otros, equiparable con el instinto de sobrevivencia colectiva o impulso del grupo a reproducirse, conservarse y propagarse, aun a costa del egoísmo de los individuos, que no le importa demasiado si para que la especie sobreviva deba sacrificar a uno o más de sus miembros, tampoco si éstos están disponibles o no para reproducirse o cuántas estrecheces y penalidades deberán pasar mientras sacan a sus crías adelante; él los empuja casi con violencia a que tengan hijos, los cuiden y antepongan el bienestar de ellos y sus seres amados al suyo propio. En ocasiones hace lo mismo respecto a desconocidos: alguien ve que un semejante está a punto de morir ahogado y se lanza a salvarlo, poniendo en riesgo su propia vida.

Estas fuerzas dentro de nosotros, cuidar cada uno de sí mismo y cuidar de los semejantes, son dos amores poderosísimos. No podemos hacerlos desaparecer, aunque lo parezca; mueven todo cuanto hacemos. La cultura, a través del proceso de socialización, nos enseña “la manera correcta” de conducirlos, inclusive puede enseñarnos a repudiarlos; sin embargo, jamás serán anulados. Por ejemplo, quizá nos haga creer que pensar primero en uno mismo es malo, pero siempre lo haremos. También pensaremos en los demás; ninguno queremos estar mal, tampoco quedar mal.

Estos dos amores mueven todo cuanto hacemos, incluidos los actos más destructivos o enfermizos, el suicidio o la locura. Por ejemplo, un ser humano que va a la guerra no se dice a sí mismo: “Lucho para matar a todos los que pueda”; sino: “Lucho para proteger a mi familia y a mi grupo (Patria), su honor, dignidad, libertad, etc.” Y cuando se vuelve loco, suicida o de alguna manera autodestructivo, no puede sentir con sinceridad que se odia gratuitamente, su lógica puede ser: “Todos me odian, necesito protegerme para seguir vivo”, “Si pongo fin a mi vida, también se acabará mi sufrimiento”, “Destruyo mi cuerpo o mi salud para agradar a la divinidad, quizá expiar una culpa, buscar un placer o huir de la ansiedad”. Si nuestras acciones no están apoyadas en uno de estos dos amores, simplemente no suceden, ni siquiera admitimos pensarlas.

El amor nos mueve en todo lo que hacemos, lo cual no es garantía de que haremos bien las cosas; interfieren las circunstancias, los pensamientos, las creencias, la cultura… y el antagonismo natural entre las dos caras de este amor. La historia de la humanidad muestra la lucha sempiterna del hombre entre amarse a sí mismo en primer lugar, caiga quien caiga, y entregarse a los demás sacrificando la propia comodidad o hasta la vida. La sabiduría es el arte de vivir ambas caras del amor con inteligencia.

“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , o en facebook.com/Pascua Constelaciones Familiares.

 

 

martes, 13 de mayo de 2014

LA FIESTA DE LA VIDA


Pasó el 10 de mayo. Tuvimos oportunidad de festejar a mamá y decirle cuánto la queremos. En cada casa hubo motivo suficiente para estar de fiesta, porque todos y cada uno tenemos a nuestra madre, viva o muerta. Es ella, no podemos tener a otra. Por eso decimos, sin temor a equivocarnos, que para cada cual, la suya es la mejor mamá del mundo; haber nacido el hijo o hija de su seno la hace única. ¿Y las madres adoptivas, qué? ¿No merecen la misma fiesta? Por merecimiento, sí, quizá más y con un mayor amor y gratitud, porque dieron al hijo lo que la madre biológica no pudo darle, sean cuales fueren las circunstancias. Pero no me estoy refiriendo al merecimiento, sino a la vida. Cada vez que una mujer engendra, gesta y pare a un ser humano, es un día de fiesta que pone de manifiesto el misterio que nos hace preguntar: ¿qué es estar vivos?, ¿podemos nosotros crear la vida y darla a otro ser, o solamente la comunicamos, ateniéndonos a las leyes que ella misma impone?

Mamá es destino. Papá también. No podríamos ser lo que somos naciendo de otros padres; los genomas de ellos nos conforman, 50% mamá y 50% papá. Así estamos configurados. Que lo festejemos con gusto o no, es otro cantar. Y si después el destino determinó que fueran ellos quienes nos cuidaran y educaran, qué bueno. Pero a veces determina lo contrario, y aquí emergen las figuras maravillosas de la madre y el padre adoptivos, que toman un genoma ajeno y lo cuidan como si fuera propio. Son muestras de que el ser humano también puede ser magnífico y generoso.

He oído opiniones de que para ser madre o padre no basta con engendrar y parir, que también cuenta lo que le sigue: las noches sin dormir, el amor, el apoyo, el alimento, la vivienda digna, la educación… Estas cosas hacen falta para ser padres responsables y amorosos, pero no se necesitan para ser padres a secas. Es más fácil corresponder con amor, respeto y gratitud a los primeros; pero  a los segundos, a los padres a secas ¡qué cantidad enorme de sentimientos encontrados en el hijo, que no lo dejan vivir bien y en paz! El hijo no pidió que ellos fueran los ingredientes de su propio genoma y la puerta que lo trajo a la vida, pero por más que diga: “¡Esa no es mi madre, no se lo merece!”, o “¡Ese no es mi padre, reniego de cualquier cosa que me venga de él!”, sólo dice palabras. Palabras llenas de dolor y de toda clase de emociones, pero palabras al fin. Los hechos son que su madre y su padre son parte de su destino, y que tomándolos tal como son, toma la vida tal como le toca y puede evitarse infinidad de dolores de cabeza. Amará su sí mismo y hará muchas cosas buenas y hermosas en el planeta. Lo contrario, resistirse a tomar a mamá o a papá tal como son y a la vida tal como se la dieron, al precio que al hijo le cuesta y a los padres les costó, resistirse, digo, es pretender modificar un pasado que ya no está en manos de nadie ni puede ser cambiado; es cargar una carga imposible de llevar; es llenarse de inconformidad y resentimiento y contribuir a que el planeta los tenga aún más, ¡como si le faltaran! Festejar la vida es festejar que nacimos y estamos vivos.

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lunes, 5 de mayo de 2014

BULLING


Agradezco a quien me envió esta historia. Ofrezco un resumen.

Tengo 53 años y sufrí “bulling” durante mucho tiempo de mi vida. Cursé parte de la primaria en una escuela particular, los niños me ponían apodos y vigilaban en los baños para no dejarme entrar al sanitario, burlándose de cómo sería si me ensuciaba en la ropa. Lo dije a mis padres, mi mamá habló con la maestra y la directora, fue inútil, le contestaron algo que era cierto y no me ayudaba: yo tenía que adquirir habilidades sociales y acudir con la maestra cuando sucediera el maltrato; pero yo tenía demasiado miedo, me sentía vigilado y amenazado con que los del grupito dirían a todo el mundo que me ensuciaba encima. Me cambiaron de escuela, cursé quinto y sexto sin amigos, como fuera de mí. Hice el intento de juntarme con niñas, pero resultaron igual de crueles, se reían y decían una a la otra “dile que está muy  feo” y más cosas. Pasé a una secundaria federal, allí fue peor, los compañeros me lamían la cara y me obligaban a lamerles los pies. Por consejo de mi mamá hablé con un sacerdote, él me hizo ver que también de Jesucristo se habían burlado poniéndole una corona de espinas y escupiéndolo y todo se lo ofrecía a Dios, que yo me parecía a Él en mi dolor, que procurara no hacerles saber a mis agresores que los apodos me molestaban y mejor me riera, como si me hicieran mucha gracia. Me sirvió su consejo, sentí que estaba viviendo algo que le agradaba a Dios, me volví piadoso y le pedía que aceptara mis sufrimientos por el bien de mi familia, los compañeros ya no me pusieron más apodos, nada más me mandaban  a que les comprara en la tiendita o cualquier otra cosa, y aunque  decían que lo hacía mal, me sentí parte del grupo. También me sirvió que el padre me dijo: “Descubro que eres muy responsable”. Esa expresión marcó mi vida, me esforcé y me sigo esforzando por cumplir con todos mis compromisos. 

Terminé la secundaria y dejé de estudiar por miedo de ir a una escuela nueva. Entré a trabajar en una gasolinera y pareció como si alguien les hubiera ido a contar que podían mandarme como a su criado, hacían que hiciera lo que ellos no querían y me quitaban la mitad de las propinas. No terminó allí, cuando me casé, hubo un momento en que pensé que mi misma esposa me hacía “bulling”, por usar la expresión, porque igual, todas las responsabilidades de la casa eran mías y también tenía yo la culpa de lo que salía mal. Un día los niños, mis hijos, se rieron de mí y pensé que eso tenía que terminar, decidí ir a tratamiento. De esto hace unos diez años.

La terapeuta me hizo notar que yo estaba hambriento de aprobación y me esforzaba cada vez más cumpliendo encargos con la esperanza de ser aceptado, pero yo mismo no me aceptaba. Me dejaba tareas de observar mis cualidades, hablábamos mucho sobre ellas y cómo las usaba; allí descubrí mi fuerza, que la había empleado en resistir y hacer multitud de actividades que muchas veces no me gustaban; hizo que me ejercitara en preguntarme cada vez: “¿Yo qué quiero?”, y en  decir a mis seres queridos: “Estoy buscando tu aprobación, ¿qué necesitas para poder aprobarme?”. El cambio fue grandísimo, ahora difícilmente accedo a hacer cosas que no quiero, y si las hago, pido algo a cambio. Deseo que a alguien le sirva mi relato.

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