El amor es motor de todo cuanto hacemos. Y este amor está,
como las monedas, dividido en dos caras: una es el amor de la persona por sí
misma, equiparable con el egoísmo, y la otra, el amor a los demás, o altruismo.
El egoísmo puede entenderse como un instinto de auto-conservación
o impulso invencible que nos mantiene “individuos” (no divididos), luchando por
permanecer vivos, completos, siendo lo que somos, manifestando nuestra esencia
y tratando de que nuestro genoma individual trascienda. Este impulso claudica
solamente con la muerte del individuo. En mi libro “Lo mejor de lo peor” dedico
todo un capítulo a este tema. Y por otro lado está el amor a los otros, equiparable
con el instinto de sobrevivencia colectiva o impulso del grupo a reproducirse,
conservarse y propagarse, aun a costa del egoísmo de los individuos, que no le
importa demasiado si para que la especie sobreviva deba sacrificar a uno o más
de sus miembros, tampoco si éstos están disponibles o no para reproducirse o
cuántas estrecheces y penalidades deberán pasar mientras sacan a sus crías
adelante; él los empuja casi con violencia a que tengan hijos, los cuiden y
antepongan el bienestar de ellos y sus seres amados al suyo propio. En
ocasiones hace lo mismo respecto a desconocidos: alguien ve que un semejante
está a punto de morir ahogado y se lanza a salvarlo, poniendo en riesgo su
propia vida.
Estas fuerzas dentro de nosotros, cuidar cada uno de sí
mismo y cuidar de los semejantes, son dos amores poderosísimos. No podemos
hacerlos desaparecer, aunque lo parezca; mueven todo cuanto hacemos. La
cultura, a través del proceso de socialización, nos enseña “la manera correcta”
de conducirlos, inclusive puede enseñarnos a repudiarlos; sin embargo, jamás serán
anulados. Por ejemplo, quizá nos haga creer que pensar primero en uno mismo es
malo, pero siempre lo haremos. También pensaremos en los demás; ninguno queremos
estar mal, tampoco quedar mal.
Estos dos amores mueven todo cuanto hacemos, incluidos los
actos más destructivos o enfermizos, el suicidio o la locura. Por ejemplo, un ser
humano que va a la guerra no se dice a sí mismo: “Lucho para matar a todos los
que pueda”; sino: “Lucho para proteger a mi familia y a mi grupo (Patria), su
honor, dignidad, libertad, etc.” Y cuando se vuelve loco, suicida o de alguna
manera autodestructivo, no puede sentir con sinceridad que se odia
gratuitamente, su lógica puede ser: “Todos me odian, necesito protegerme para
seguir vivo”, “Si pongo fin a mi vida, también se acabará mi sufrimiento”, “Destruyo
mi cuerpo o mi salud para agradar a la divinidad, quizá expiar una culpa,
buscar un placer o huir de la ansiedad”. Si nuestras acciones no están apoyadas
en uno de estos dos amores, simplemente no suceden, ni siquiera admitimos
pensarlas.
El amor nos mueve en todo lo que hacemos, lo cual no es
garantía de que haremos bien las cosas; interfieren las circunstancias, los
pensamientos, las creencias, la cultura… y el antagonismo natural entre las dos
caras de este amor. La historia de la humanidad muestra la lucha sempiterna del
hombre entre amarse a sí mismo en primer lugar, caiga quien caiga, y entregarse
a los demás sacrificando la propia comodidad o hasta la vida. La sabiduría es el
arte de vivir ambas caras del amor con inteligencia.
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