Todos nos hemos preguntado alguna vez por qué motivo
hacemos o dejamos de hacer algo para lo cual no encontramos explicación
suficiente. Nos decimos: “Así soy”, “así debe de ser”, “así me gusta” o “así
prefiero”, y si alguien externo llegara a preguntarnos el porqué de nuestros
hechos y palabras, nos guardaríamos bien de responder la verdad; que no lo
sabemos.
En el libro “Nacidos para triunfar”, las autoras James y
Jongeward cuentan la historia de una mamá que enseñaba a su hija la receta familiar
para cocinar un buen jamón y mencionó que debía cortar y apartar las cuatro
esquinas del mencionado jamón, antes de meterlo al recipiente donde lo
hornearía. La hija preguntó qué hacer con ellas, a lo que respondió la madre:
“Lo que quieras: te las comes, las guardas o las tiras”. “¿Por qué?”, volvió a
preguntar la chica. La madre no supo el por qué y cuando visitó a su propia
madre se lo preguntó. “Así se hace”, contestó la abuela. “¿Por qué?, insistió
la hija convertida en madre. Preguntaron a la bisabuela que aún vivía, la cual
contestó: “Porque no me cabía en la cazuela”.
Es obvio que la cazuela de la bisnieta no forzosamente
tenía las mismas dimensiones.
La anécdota puede ser respuesta a muchas de las cosas que
hacemos sin pensar y a las que nos sentimos en obligación de hacer o evitar:
son costumbres, a veces tradiciones, en el sentido que se han practicado por
más de 3 generaciones. Tuvieron utilidad en su momento, pero los años traen
cambios y deben ser revisadas. Algunas estorban y sin embargo, la mente las
guarda como recetas del buen vivir. Pueden ser tantas y de tantas clases que resulta
difícil ya no digo enumerarlas, sino identificarlas.
Recuerdo a una alumna de la universidad, ya casada y mayor
que sus compañeros, que se dio permiso de acompañar a éstos en un receso. Ellos,
muy jóvenes, en grupo y hambrientos, salieron a la calle y se dirigieron a un
puesto de tacos, pidieron y se sentaron en la banqueta a comerlos. Ella no
pudo. ¿Qué pasaba? En su imaginación, alguien conocido podría descubrirla y no
sabría explicar su conducta. Lo tenía prohibido por su estatus y clase social.
Esto la separaba del grupo al cual necesitaba pertenecer, porque sería
demasiado difícil concluir su carrera sin contar con el apoyo de los pares; mas
no pertenecería si seguía interponiendo sus prohibiciones internas entre ella y
los compañeros. Debía, por lo menos, matizarlas.
Un observador externo puede pensar que determinada
prohibición o mandato es trivial y nada ocurrirá si se quebranta; pero para el
dueño de la mente no es así: cualquier desobediencia tendrá efectos nocivos de
inmediato o después. Inclusive puede ser explicación real o pretextada de una
mala consecuencia, años después. Casi
podemos predecir qué ocurrirá si alguien se atreve a contrariar sin permiso las
siguientes prohibiciones: “No con alguien de color”, “no con gente blanca”, “no
con personal de servicio”, “no con los ricos”, “no con la chusma”… u otras
prohibiciones que no lo parecen: “el dinero corrompe” que puede traducirse:
“nunca seas rico”; “los muchos estudios secan el seso”: no estudies demasiado; “el
matrimonio es para siempre”: prohibido separarse o divorciarse…
Trasgredir una prohibición o un mandato de la mente siempre
acarrea consecuencias nocivas, salvo que se obtenga un “permiso” legítimo para
hacerlo. Pueden darlo quienes impusieron la regla, o uno mismo. Lo primero es
posible o imposible. En el segundo caso, sólo queda el darse permiso uno mismo
con un acto de libertad responsable: “Decido hacerlo y asumo las
consecuencias”. Si el permiso no es total, o la persona duda de su propia
autoridad para dárselo, las consecuencias nocivas han de llegar en forma de
culpabilidad o de conductas tendientes a “restablecer la normalidad”. Muchas
veces se leen como preguntas misteriosas: “¿Por qué no puedo ser feliz, si
tengo todo para serlo? O: ¿Por qué siempre parezco sabotearme yo mismo?”. Si uno
se ha hecho estas preguntas, valdría la pena que revisar las prohibiciones que
ha desobedecido, a veces por necesidad, pero sin el debido permiso.
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