Enedina llegó al estacionamiento del club Mykonos, apagó el motor y permaneció en el auto, indecisa de entrar. Llevaba puesto el bañador debajo de la ropa deportiva, e interiormente seguía molesta con el médico que le había prescrito hacer deporte, practicar yoga o natación y, sobre todo, salir de su aislamiento. Ese hombre, pensaba ella, la había hecho sentir mal con su fingida amabilidad profesional para convencerla de que se inscribiera en un gimnasio. “Tiene que darse importancia usted misma y no subir de peso. A veces, el comer mucho se relaciona con estados de tristeza y necesidad de sentirse cuidada. Usted merece su mejor esfuerzo”, dijo y extendió una receta que incluía la fecha de otra cita en un mes. Ella había tomado el papel pensando que ningún deseo tenía de cumplir la prescripción; sin embargo, ahora estaba a punto de darse una oportunidad solo para no sentir que la culpa era suya si no mejoraba.
Desde el auto miraba a gente entrar y salir mientras ella experimen-taba resistencia a meterse en la alberca. “No hay glamour en mostrar rollos y llantitas; mejor, primero voy a hacer aparatos”, decía para sí misma sin moverse y recordando con nostalgia las sensaciones de antes, cuando se desprendía de la toalla y con disimulo descubría alguna mirada masculina recorriéndola con el brillo del deseo, o unos ojos de mujer con secreta admiración o envidia. “De joven yo era linda”, pensó. Ahora, con cincuenta y dos años recién cumplidos, uno de divorciada y subiendo de peso contra su voluntad, se imaginaba un futuro aterrador de fealdad, achaques, soledad y tristeza.
Un vehículo pasó junto al de ella y se detuvo en la puerta de entrada. Debía ser un Uber, pues la pasajera viajaba en el asiento posterior. La vio descender con aires de emperatriz, cargar su mochila y entrar a las instalaciones mostrando la desenvoltura de una dueña. El chofer fue a estacionarse bajo una sombra, puso música de Vicente Fernández a todo volumen y sacó su periódico para leer. A Enedina le incomodó que aquel hombre pudiera observarla y, sin apenas darse cuenta, descendió del auto y se dirigió a lo que iba a ser su primer día en el club.
Una ola de sueño la invadió cuando presentó su tarjeta en la recep-ción, pero hizo un esfuerzo y siguió adelante. Llegó al vestidor. “Esto no es muy elegante”, se dijo. La Emperatriz ya estaba en traje de baño y charlaba con un grupo de señoras de diversas edades. “Todas mayores que yo”, pensó Enedina y se sentó a contemplarlas con ojo crítico. Eran feas. Traían gorras de plástico y bañadores oscuros con piernita (muy de señora grande) que les daban un aspecto casi cómico. A esto se sumaban sus rostros sin pizca de maquillaje y los cuellos, que si algún día fueron hermosos, tenían piel colgando a ambos lados a modo de pequeñas cortinas. Con disimulo observó las panzas inflamadas o caídas, los senos diminutos o enormes que tenían dificultades para permanecer en su lugar, algunas piernas celulíticas, varicosas, arrugadas o con moretones...
“¡Qué horrible es hacerse vieja!”, dijo para sus adentros y sintió el impulso de marcharse. Le pareció que asistir a ese gimnasio era como agruparse con señoras cuyos cuerpos le recordaban lo más temido y de-testable: la vejez. No quería ni imaginar a una futura sí misma en esas condiciones. “Júntate con bonitas y te sentirás como ellas”, solía aconse-jarle su madre en los lejanos días de la adolescencia.
–¡Quién tuviera dieciséis! –dijo suspirando.
Varios rostros se volvieron a mirarla.
Con rencorosa sorpresa escuchó que las mujeres hablaban entu-siasmadas de un evento próximo. Una de ellas anotaba nombres en una lista.
–¿Eres nueva? –le preguntó la Emperatriz a quemarropa, las demás no le quitaban los ojos de encima. Enedina se ruborizó–. ¿Quieres venir a dar el grito con nosotras? Será desayuno y también asistirán algunos maestros. Anímate, sirve que nos conoces.
–Este... no sé... –respondió sintiéndose presionada por la media do-cena de mujeres que la observaban–. Es mi primer día...
–Razón de más –insistió la Emperatriz–. Éntrale con nosotras de chapuzón. ¿Te apuntas? Cuesta cien pesos.
–Bueno –aceptó sacando un billete de su bolso. Lo entregó.
–¿Cómo te llamas? –preguntó otra de las mujeres, pluma en mano.
–Enedina.
–Contigo ya somos veinte –dijo mientras anotaba el nombre–. El desayuno va a ser a las diez en el salón de atrás. Las muchachas están preparando un bailable. Te vienes temprano para que las veas.
Luego, desaparecieron todas juntas con rumbo a la alberca.
Enedina quedó sorprendida; aún no llevaba media hora allí y ya le habían quitado cien pesos y se había comprometido a asistir a un desa-yuno. Un tanto confundida, deploró su poca fuerza de voluntad para decir que no. Leyó el aviso de que era obligatorio bañarse antes de entrar a la piscina. Mientras leía, por el espejo descubrió a una señora mucho más joven que ella, de cuerpo perfecto y músculos marcados, que se desprendía de la ropa con parsimonia como dando tiempo para que un público imaginario admirara su cintura envidiable y los tatuajes de colores que tenía distribuidos en la espalda. Con un movimiento automático, Enedina se envolvió en la toalla, vestida como estaba. De reojo advirtió que habían llegado otras mujeres y conversaban entre ellas mientras se cambiaban para asistir a clase. Huyó hacia la ducha, olvidando que se había propuesto hacer aparatos primero.
Llegó a la alberca ya iniciada la clase de acquagym y se integró al grupo. Eran como quince alumnas. Un ejercicio seguía al otro sin descanso. Advirtió la soltura con que las demás realizaban los movimientos que a ella le costaban trabajo. Hubiera querido que nadie advirtiera su torpeza, pero el instructor la corregía personalmente. Con disimulo se volvió a mirar a la Emperatriz y su grupito; se veían felices y relajadas ejecutando las abdominales oblicuas. No podía creerlo, eran de mucha mayor edad que ella, ¿cuántos años tendrían? Debía averiguarlo. Sintió fatiga. Faltaba un cuarto de hora para que finalizara la clase cuando se salió de la alberca y fue a la ducha. Apenas estaba terminando de bañarse cuando llegaron corriendo las primeras para ganar regadera. No les habló, se hizo la que estaba muy concentrada en guardar sus cosas, prefería omitir cualquier comentario sobre su falta de condición física.
–¿Entonces, te esperamos mañana? –le recordó la Emperatriz.
–Si es tu primer día, tómate un Advil para el dolor de músculos –dijo otra desde su lugar–. Soy Nelly, hola.
–Y yo soy Carmen –se presentó la que anotaba nombres en la lista–. Aquí te vas a sentir muy bien, este grupo es bonito.
Se acercaron a estrecharle la mano y ella les correspondió. Aunque estaba sorprendida de que le dirigieran la palabra sin haberla conocido de otra parte, hizo una apresurada seña de adiós y se encaminó hacia la puerta.
Llegó a casa agotada, se tiró sobre la cama y durmió dos horas. Cuando despertó, ya era tiempo de comer y no había cocinado nada. “Menos mal que no tengo obligación de marido ni de nadie, les habría quedado mal”, se dijo. Le dolían todos los músculos. “No sé qué gusto le encuentran a sentirse mal, ya no voy a volver”, murmuró mientras ponía en la estufa una sartén y freía dos huevos con jamón. Se sentó a comerlos.
Masticaba con desgano su desayuno-comida pensando en su de-plorable situación. Por un lado, extrañaba horriblemente a Gustavo, su ex marido, y por otro, se sentía mejor sin él. Pero odiaba estar tan sola. No obstante, jamás aceptaba invitaciones de nadie y le molestaba pensar en salir. Su hija mayor le llevaba comida hecha y casi nunca la comía; tenía más de tres meses alimentándose con huevos fritos, chocolates y golosinas de bolsita. Estaba subiendo de peso. Acudió al médico para que le ayudara y detestó que le hubiera recetado ir al gimnasio y conocer gente. Entonces, tuvo una visión de sí misma como en el final de la vida, como si la línea del tiempo hubiera sido truncada y ya no le quedaran cosas lindas por vivir. Pensó que le había caído encima el temido futuro de fealdad, achaques, soledad y tristeza, ¡horror, no quería eso!
–Nada pierdo con ir otra vez y ya está pagado –murmuró atemori-zada–. Voy a asistir al mentado desayuno nada más para ver con qué clase de cucarachas tendré que lidiar, no me creo tanta amabilidad.
Contrariando su costumbre, salió de tiendas por la tarde; quería comprarse una falda o un rebozo o quizá unas trenzas. No era una activi-dad que le fascinara pero al menos la distrajo de los enconados pensa-mientos que solían atormentar sus tardes. La hora de dormir la sorprendió sin haber prendido el televisor. Ya en la cama, miró mensajes en su teléfono hasta que la venció el sueño.
Al día siguiente, decidió no ir a la alberca para maquillarse con todo cuidado; quería ser la única bonita entre las feas.
Llegó al club y en la recepción pidió indicaciones de dónde era el desayuno. Ya lo habían iniciado. Le sorprendió el lugar; en las paredes había largas tiras de papel con los colores patrios, y en las mesas, banderi-tas y arreglos hechos a mano. Al fondo, una piñata de picos. Su mayor sorpresa fue el gran número de señoras de todas las edades (muchas más jóvenes que ella) meticulosamente arregladas, vistiendo algo mexicano. No parecían las mismas. “¡Menos mal que vine maquillada, me habría sentido la más fachosa!”, pensó.
Le hicieron lugar en una de las mesas, que estaban acomodadas en dos hileras y dejaban un espacio central donde cuatro mujeres ejecutaban un bailable, dos de ellas vestidas de charro y dos de china poblana. Las asistentes aplaudieron como si se tratara del espectáculo de Amalia Her-nández. Luego, varias se levantaron a bailar, entre ellas la Emperatriz. La música provenía de una grabadora noventera de las que ya no se usan. Notó la algarabía y que todas se veían contentas.
–¿Café? ¿Café? ¿Lucita, café? ¿Teresita, café? –pasó ofreciendo Carmen. Enedina aceptó levantando el jarro que estaba en su lugar.
–Lucita, Teresita... –observó ella–. ¡Todos los nombres en diminutivo!
–De cariño –respondió Carmen.
–¿Cómo se llama la que está bailando en medio? –preguntó a su ve-cina de lugar, señalando a la Emperatriz.
–Es Pau, la más antigua de aquí y de las mayores; nada más las Chelas le ganan en años.
–¿En serio? ¿Qué edad tiene?
–Setenta y cinco, creo.
–¡Setenta y cinco! ¡No puede ser, me gana con un cuarto de siglo! –exclamó sorprendida.
–Si quieres admirarte más, voltea a ver a las Chelas –dijo Nelly se-ñalándolas, ambas estaban en su mesa–. Tienen ochenta y dos. Aquella es Chelita y esta es Chela, así las distinguimos. Tú, Chela, cuéntale que el día de tu cumpleaños te tomaste una foto y le pusiste dedicatoria.
–Y se las mandé a todos –asintió orgullosa–. Le escribí: “A mis hijos y nietos, de su madre y abuela de ochenta y dos años, estrenando googles, gorra y traje de baño”.
Enedina no podía creerlo; la mujer se veía de una edad indefinida y en muy buen estado. Además, era de las que había visto realizar todos los ejercicios en la clase de acquagym.
Pau dejó de bailar y vino a sentarse a la misma mesa, en la silla de enfrente. Le dirigió la palabra.
–¡Qué bueno que sí viniste! ¿Verdad que este grupo es bonito?
Ella asintió con la cabeza. En ese momento llegaron dos instructores, hubo aplausos y les hicieron espacio en la mesa más alejada, cerca de la piñata.
Enedina comenzó a preguntar nombres para aprendérselos. Alguien le llevó su plato, era de flautas y carne asada. “Nada del otro mundo”, dijo para sus adentros con actitud crítica. Luego, inconscientemente imitó a las demás y se puso a comer.
–¿Y tu marido, Pau, por qué no entra? –preguntó Margarita.
–Pensábamos que sólo habría mujeres, pero deja ir a hablarle –dijo y salió al estacionamiento. Regresó casi enseguida, acompañada del hombre que Enedina creyó era chofer de Uber, lo llevó a la mesa de los instructores y luego vino a su propio lugar.
–Él no quería entrar, hasta que le dije que había más hombres –llegó diciendo Pau en referencia a su marido.
–Come –le respondió Chela poniéndole su plato enfrente.
Siguieron desayunando. La música sonaba fuerte.
–Él es muy penoso –explicó Pau–, pero luego se anima. Yo le digo que uno viene a la vida también a divertirse, pues qué caray. Al rato voy a pedirle que cante, ¿ya lo han oído cantar?
–Ay, Pau, lo haces como quieres. Déjalo que desayune –dijo Nelly.
–No, tampoco, tampoco; nada más le sugiero –se defendió Pau.
–Yo lo veo en las mañanas que está esperándote, muy paciente, ¿por qué no entra? –preguntó Chela.
–Eso mismo le digo: pásate, métete al vapor, a nadar, a la camina-dora o a lo que sea. Él se niega. “Déjame que oiga mi música y lea mi pe-riódico, aquí nadie me molesta”, me responde, y se queda afuera.
–A lo mejor no tiene ánimos. ¿Se mejoró de su cáncer? –intervino Margarita.
–En eso estamos. Ya lo operaron y terminó diez quimios, la semana entrante le van a hacer estudios, quiera Dios que salga bien.
–¿Y así cómo quieres que cante? –replicó Marcia.
–Eso mismo me decía Vicky, una enfermera que ya no viene, me aconsejaba: “Pau, tu esposo está mal, tiene que guardar cama como todo enfermo y tu deber es quedarte con él, cuidarlo y mimarlo para que resista su enfermedad”. Pero yo a él le dije: “Mira, estamos vivos. Todavía. Ni tú ni yo hemos muerto. Podemos dejar que la enfermedad nos gane y ponernos muy tristes todos, también los demás de la familia, o aprovechar el tiempo que nos queda de la manera que más nos guste. ¿Qué opinas?”.
–¿Y qué respondió?
–Dijo: “Vamos a seguirle. Vivos. Hasta que se nos acabe”. Dejen, voy a verlo, creo que ya terminó de desayunar.
Pau se fue y dejó su plato comenzado. Chelita, la que le ganaba por meses en edad a la primera Chela, tomó la palabra.
–Esa Pau y sus ocurrencias, entre ella y Ale hacen el ambiente, son muy alegres. Al ratito van a verlas a baile y baile como chapulines y luego se quejan que les dan calambres, ¡cómo no, si no paran!
–¿Quién es Ale? –preguntó Enedina que insistía en aprenderse los nombres.
–Anda sirviendo, es de las organizadoras. Ella siempre trae su gui-tarra y cantamos.
–Aquí es nuestro recreo –dijo Chelita–. Yo, si no viniera, estaría en mi casa platicando nada más con mi perra. Por eso vengo, para verlas a todas y divertirme.
Habían terminado de desayunar. Carmen pasó a recoger los platos y los ponía en una gran bolsa negra, sin dejar de charlar con una o con otra.
–Espérame, espérame, no he terminado –dijo Pau que acababa de regresar, reteniendo el suyo.
–Trajimos karaoke, ¿quién se anima? –invitó Carmen–. Pao, dile a tu marido que cante.
–Sí, claro, ¿ya, ya? Ahorita vengo –y se volvió a ir.
–Por lo visto, Pau no piensa terminar de desayunar –dijo Chelita, y le tapó el plato para que no se enfriara más.
Casi enseguida resonó en la fiesta una voz parecida a la de Vicente Fernández que sorprendió a todas. “Mujeres, mujeres tan divinas, no queda otro camino que adorarlas”. Aplausos. “Dicen que cojeaba de la pata izquierda y a pesar de todo siguió su aventura”, más aplausos. “Solamente la mano de Dios podrá separarnos”. Nuevos aplausos y voces animándolo a continuar pero nada más cantó tres. En seguida, muchas se levantaron a bailar.
–¿Usted no baila, Chelita? –preguntó Enedina por hacer plática.
Las dos Chelas contestaron a un tiempo que no.
–¿Les duele algo? –ella tenía verdadera curiosidad por escuchar la respuesta.
–Tú platícale –indicó la Chelita mayor a la menor–. Dile que te sa-caste una medalla en el maratón.
–Sí, en mi categoría.
–¿Cuánto corrió?
–Si me sigues hablando de usted ya no te voy a contestar.
–Perdón, ¿cuánto corriste?
–Diez kilómetros.
–¡Diez kilómetros!
Enedina las escuchaba sin creerles del todo, le daban la impresión de estar fanfarroneando.
–Y aquí la tienes –intervino Irma–, por eso se ve como se ve, es nuestra inspiración; si yo llegara a su edad con ese aspecto, me sentiría muy contenta.
–Chela, platícales lo que te pasó con el profesor Román –dijo Nelly con una sonrisa maliciosa.
–¡Ay, qué pena! –respondió la aludida cubriéndose el rostro con ambas manos, luego las quitó y siguió contando–. Estábamos en clase de acquagim y Román me preguntó: “¿Está usted bien?”. Le dije que sí. Al ratito otra vez: “¿Cómo va, bien?”. “Sí, ¿por qué?”. Entonces se acercó Pau a decirme quedito: “Se te están saliendo las señoritas”, y con los ojos me señaló el busto. ¡Qué pena, se me había desamarrado el traje! Rápido me tapé y le pedí a Pau que me lo volviera a amarrar, luego, ya nada más por decir algo, le dije: “Son niñas, no señoritas, están chiquitas”.
Todas rieron y comentaban algo al mismo tiempo. Enedina las oía divertida y pensó que parecían chamacas en una escuela. “De viejo, uno se vuelve como bebé; pero tal vez esto sea distinto, se ven felices”, pensó.
Nelly se levantó a tomar fotografías. Las pocas que todavía estaban bailando vinieron a posar. Duraron buen rato en los acomodos, producían mucho barullo. Al terminar, se sentaron en sus lugares unos instantes y en cuanto sonó la música volvieron a levantarse.
–¿Y cómo sigue tu marido, Chela? –preguntó Nelly.
–Él, igual. Ya tiene 92 años y se ha vuelto muy dependiente de mí, no quiere que me le aparte. Por las mañanas, antes de venirme espero a que llegue el enfermero a bañarlo y darle su desayuno. Aquí me despejo; si no, ya imagino cómo estaría de los nervios.
–¿Cuántos años llevas en el club? –preguntó Enedina.
–Unos diez. Pau es más antigua que yo, las demás se inscribieron después.
Llegó un hombre mayor, muy delgado, acompañado por su esposa, se acercó a la mesa y saludó. Había muchas sillas vacías de las que estaban bailando.
–¿Cómo están? –dijo haciendo ademán de sentarse–. ¡Qué guapas, ni las reconozco! –se volvió hacia su mujer y sonrió con picardía–, ¡como yo nada más las veía sin ropa!
–¡Nacho, qué va a decir su señora! –protestó Chelita–. Pásenle, pá-senle, miren, allá están los señores, en aquella mesa –indicó la del fondo.
La pareja fue para allá.
–¿Quién es? –preguntó Enedina.
–Es Nacho. Antes venía aquí y Bety lo enseñaba a nadar, pero luego ella se cambió a otro club y él la siguió. Bety también era nuestra maestra.
–¿Él no sabía nadar? –preguntó Enedina sorprendida.
–Aquí casi todas aprendimos grandes –respondió Chelita–. Yo le tenía miedo al agua y no me animaba a soltarme, daba vueltas a la alberca agarrada de la orilla, imagino que me afectó que de niña estuve a punto de ahogarme. No quería mover ni un dedo. Una hermanita mía sí se ahogó.
–¿A qué edad aprendió usted?
–A los setenta y cinco años.
“A esa edad ya para qué”, pensó Enedina.
–Es bonito aprender cosas y cambiar –dijo Chelita como si respon-diera a su pensamiento–. Mira yo, en un mes, me voy de viaje a España con Irma y varias de aquí.
–¿Usted? –Enedina se volvió a mirarla con asombro–. ¿Sí se va a animar?
–Animada ya estoy, ¿por qué no?
Enedina había tenido presente todo el tiempo que se trataba de una anciana de 82 años; es decir, treinta mayor que ella. ¿Viajar a otro conti-nente? Lo consideraba inapropiado para esa edad.
–¿No tiene usted marido, hijos, nietos? –objetó.
–Marido, no; soy viuda. Hijos, sí, están avisados y me van a ayudar a pagar el viaje. También nietos. ¿Tú no vas? Anímate, todavía hay tiempo.
Enedina oyó la invitación como si fuera para otra persona y se quedó callada pensando en que desde que su ex se fue, no había tenido ánimos para nada porque nada le hacía sentido; permanecía en casa rumiando su desventura. La mayor de sus hijas, Alfonsina, iba a visitarla y trataba de reanimarla. Sin éxito, porque ella cargaba adentro un dolor y un coraje tan grandes que no sabía cómo disiparlos. No le cabía en la cabeza que Gustavo, su ex, hubiera ganado. Injustamente, claro. Se marchó a formar otra familia como si la que tenía no valiera nada ni ella tampoco, y de seguro se daba la gran vida. Cuánto le gustaría que “la vieja esa” lo dejara y él regresara arrepentido, rogándole, suplicándole que lo dejara volver, para ella poder decirle que no y vengarse a gusto de todo lo que la había hecho sufrir.
Las demás seguían conversando y no las escuchaba, sentía zumbidos en la cabeza, como si la tuviera llena de humo. De pronto, le molestó estar con un grupo que ni conocía, haberse reído como una tonta y comer tortillas enrolladas como una hambrienta. Se puso de pie.
–¿Qué pasó? –preguntó Chelita.
–Nada, me tengo que ir. Que sigan disfrutando su reunión.
–¿No vas a quedarte a la piñata? Ya van a pegarle –intervino Nelly.
–Es que me tengo que ir. Nos vemos luego.
Ya en el auto, iba reprendiéndose a sí misma por haber accedido a asistir a una fiesta que para nada correspondía con su estado de ánimo, puesto que ella jamás se iba a recuperar de lo que le hizo su ex, ¡maldito poca vergüenza! Ni él ni sus hijas, Alfonsina y Frida, se percataban de lo grande que era la injusticia y cuánto la lastimaba. Por eso ella no comía, no dormía y no tenía ilusiones. “¡Qué injusto, qué injusto!”, repetía apretando las mandíbulas. Llegó a su casa, cambió de ropa, tiró las trenzas a la basura ocultándolas dentro de una bolsa de papel para que nadie las viera, se limpió el maquillaje, cerró las cortinas y se acostó. Poco después, entró su hija Alfonsina.
–Mira, mami, te traje pollito –oyó que le decía.
A duras penas abrió los ojos.
–Ah, sí, déjalo en el refrigerador, gracias –dijo.
–¿Tienes sueño? Levántate para que comas, te acompaño.
–Ni hambre tengo, déjame dormir.
–No, mamita, levántate, es de día. No puedes seguir así.
–¿Y cómo quieres que esté? Ya mejor que me muera. ¡A nadie le importo, a nadie!
–No digas eso. Estoy aquí y no me iré hasta que comas.
–¿Has visto a tu hermana? ¿Le has llamado? –preguntó Enedina in-corporándose.
–Anda muy ocupada pero pronto vendrá a verte. Dice que confía en ti y en que tienes la fuerza suficiente para recuperarte.
–¡Sí, cómo no! Esa hija no viene ni me ha visto... le desagradan las tristezas.
Alfonsina le ayudó a levantarse, la llevó a la mesa, le calentó y sirvió el plato. Ella apenas si lo picó pero tuvo buen cuidado de no mencionar el desayuno.
–Guárdalo en el refri, no puedo comerlo, no me pasa –dijo en tono quejumbroso.
Notó satisfecha la mirada de preocupación en la joven y pensó que sus hijas no se habían esforzado lo suficiente para evitar que Gustavo se marchara. Quizá viéndola cómo sufría iban a encontrar una manera de convencerlo y hasta forzarlo a volver.
Alfonsina la vio meterse de nuevo en la cama y cerrar los ojos, se sentó un rato a mirarla y luego, creyendo que dormía, salió de puntitas, dejándola sola. Unos minutos después, Enedina se levantó enojada y decía en voz alta: “¡No tengo a nadie, a nadie le importo un cuerno!”. Encendió la televisión para ver una serie. Ya no le gustaban las telenovelas cursis donde los galanes se enamoraban hasta los huesos de la protagonista ¡puras mentiras! Ahora prefería un episodio tras otro de reyes y caballeros, intriga, acción y espadazos. Así pasó la tarde.
Enedina había seguido asistiendo al club. Con el paso de los días se le disminuyó la repulsión de meterse a la alberca. “Si una gordota no siente vergüenza de salir en traje de baño, yo menos”, pensaba para darse ánimos. En cierta forma, contemplar los defectos y achaques de las otras la hacía sentirse en confianza. Además, observó que ninguna criticaba a otra ni le decían nada acerca de cómo se veía. Y lo que en verdad le agradaba era la sensación de ligereza de su cuerpo dentro del agua, como si estuviera nuevamente joven y delgada; podía estirar las piernas, levantarlas, moverlas hacia atrás y adelante como si fuera una bailarina. Muy di-vertido.
El instructor las hacía trabajar sin descanso: “Regálenme treinta ab-dominales... Ahora pónganse sus googles y hagan veinte sentadillas su-mergidas...”. Las señoras hacían los ejercicios entre plática y plática. En ocasiones, el instructor las reprendía pero ninguna le hacía caso. Una vez, quizá impacientado, preguntó a un par de conversadoras: “¿Quieren que les traiga un cafecito?”. Una de ellas, Gela, le contestó sonriendo: “No nos estreses, Román; platicar forma parte de venir, queremos saludarnos y saber cómo estamos”.
En las clases, casi todas parecían chiquillas indisciplinadas que en ocasiones imponían su voluntad sobre el instructor, como si con los hechos le dijeran: “Te obedecemos cuando queremos, y si no, no. A nuestra edad, solo hacemos lo que nos agrada”. Parecían disfrutar enormemente de esa autoridad, como la vez en que él les ordenó dar siete vueltas a la alberca. Ellas dieron un par, calladas, luego, como si de manera misteriosa se hubieran puesto de acuerdo, dijeron muy serias: “Ya acabamos”. Entonces Román preguntó: “¿Las siete vueltas?”. Una dijo en voz alta: “Sí. ¿Verdad que fueron siete?”. Y las demás: “Sí, claro, siete, siete”, y permanecieron tozudamente inmóviles esperando el ejercicio siguiente.
Las clases de acquagym eran pesadas en cuanto al esfuerzo físico que exigían; sin embargo, las alumnas se encargaban de volverlas agradables y hasta cómicas, como si de fiestas se tratara. En una ocasión, la instructora dijo: “Ahora vamos a hacer un ejercicio de torpedo”. Las mujeres quedaron esperando que explicara en qué consistía, en eso se oyó la voz de Chela: “¿Torpedo? Yo soy experta solo en la segunda parte”. Las risas fueron generales. Otra vez, el instructor era Noé y preguntó en voz alta: “¿Todas traen googles?”. Ellas contestaron que sí. Entonces él miró con interrogación a Nelly, que aparentemente no los tenía, pero sorpresi-vamente los sacó de adentro de su traje de baño. Noé no aguantó la risa, y las demás comentaban riendo: “Como las viejitas de antes, así guardaban su monedero”. Nelly rio de buena gana con todas, no era alguien que se dejara intimidar con facilidad.
Román era el que más se esforzaba por agradarlas y dirigirse a cada una en forma personalizada, sabía el nombre de todas y trataba de man-tener una disciplina holgada. Quizá pensó aplicar un castigo leve con gri-tar “hey, hey, hey”, cada vez que alguna llegaba tarde o se marchaba antes, pero se convirtió en lo contrario. Las señoras comenzaron a hacerle coro y Nelly fue la primera que aprovechó el ritmo de los “hey, hey, hey” para bailar afuera del agua imitando a una vedete. En algunas, esto se hizo costumbre pero no en Harumi; ella se tapaba la cara con la toalla y parecía escurrirse de lado hasta que entraba a la alberca. Nelly, en cambio, bajaba lentamente la escalerilla y ya adentro, abrazaba a sus amigas una por una informando en voz alta la temperatura del agua. Enedina se preguntaba si mostrarse tan indomables era un juego o una demostración de que habían dejado de considerar peligrosos a los hombres.
En el vestidor, las mujeres seguían platicando. Allí ocurrían con-versaciones interesantes y transacciones comerciales de ropa, joyas, cre-mas, perfumes, viajes o lo que fuera.
–¿No está prohibido hacer comercio aquí? –preguntó Enedina en voz baja a su vecina de banca.
–Quién sabe –respondió la otra–, pero fíjate que nadie te ofrece nada ni te molestan. Si quieres conseguir algo, tienes que indagar quién lo vende y encargárselo.
Un día, Enedina se enteró de que tenían un grupo en WhatsApp llamado “Chikuelas”.
–¿Cómo hago para entrar a ese grupo? –se interesó.
–¿Quieres? Deja decirle a Vero que te inscriba –contestó Nelly, que parecía tener contacto con todas.
–¿Quién es Vero? –volvió a preguntar.
–Una instructora que ya no viene pero sigue comunicándose. Ella comenzó con los desayunos de cumpleaños; antes ni nos juntábamos. A propósito, no te he visto en ninguno. Y nosotras, mira –le mostró fotos.
Enedina las observó con evidente interés.
–Son de un viaje a San Miguel de Allende –explicó Nelly–. En otro fuimos a Guanajuato. Nos gusta salir.
–¿Ustedes son amigas? –inquirió Enedina.
–Aquí nos hicimos –respondió–. A Mago, Marcia y Chelita, yo ya las conocía, paso por ellas para venir.
-Somos las “Chicas de la banda del coche rojo” –dijo Margarita con cierto orgullo.
-Son las “Chicas malas” –completó Chela.
-¿Por qué “Chicas malas”? –preguntó Enedina.
-Malas de las rodillas... de la espalda... –explicó Nelly-. A Marcia es a la que peor le ha ido, lleva dos operaciones y está en rehabilitación.
-No, pues no –replicó Chelita-, yo preferiría ser de otra clase de chi-cas malas.
-¿De las borrachas, de las drogadas o de cuáles? –preguntó Ale con malicia.
-O de las “hombreriegas” –respondió Chelita.
Todas las presentes rieron divertidas. Enedina se preguntaba si esas mujeres en realidad eran así de libres o hablaban de esa manera escudán-dose en la edad. No dijo nada.
-Las demás, aquí nos hemos ido acercando –continuó explicando Nelly-. La que quiere se hace amiga y la que no, ni saluda. Cualquiera que guste es bienvenida. Este es un grupo bonito ¿no te parece?
Enedina estaba intrigada y pensó: “Una de dos: o estas mujeres fin-gen lo que no es, o de veras se divierten ¡a su edad!, y tan mayores que son”.
–Invítenme cuando salgan –pidió.
–Mañana vamos a ir a Zapotlanejo. Si te interesa, te esperamos a las ocho en la puerta. Son ciento cincuenta pesos.
–No los traigo –dijo como pretexto. Estaba indecisa–. ¿Cuándo sería el regreso?
–Mañana mismo. Es de un día. Comemos allá, vemos lugares, compramos ropa y nos venimos.
–Si puedo, aquí llego –dijo con duda.
–Necesitas confirmar.
–Bueno –dijo, y se fue para su casa.
Durante el día encontró mil pretextos para no ir al viaje. Coincidió con que sus dos hijas fueron a visitarla. Ella les contó algo de sus expe-riencias en el club.
–Allí te hacen una invitación tras otra –comentó–. Si yo dijera que sí a todas, nunca estaría en mi casa.
–¿Y por qué no vas? Te haría bien salir –sugirió Alfonsina.
–Conoces mi estado de ánimo, no creo que me sintiera a gusto. ¡Ni sabría qué hacer!
–¡Divertirte y dejar atrás tus amarguras! –exclamó Frida, que había accedido a visitar a la madre a instancias de su hermana–. Es más bonito ser una persona contenta.
Enedina se mostró dolida.
–¡Eres una insensible! –le reprochó–. ¿Crees que estoy así por mi voluntad?
–¿Entonces por la de quién? –respondió la hija sin inmutarse.
Alfonsina jalaba del brazo a su hermana con disimulo queriendo detenerla, pero la chica siguió hablando
–Olvida ya lo que pasó y tú sigue viva –dijo–. Sí, sí, ya sé que mi papá nos dejó y todas lo sentimos, pero estaríamos locas si nos dedicáramos a pagar por sus pecados.
Alfonsina se veía medrosa o preocupada. En un lenguaje sin palabras soltó a la hermana y se aproximó a la madre, evidenciando de qué lado estaba y a quién apoyaba. Frida no se amilanó.
–Dejen que él se condene solo, si merece condenación, y ustedes no se hagan la vida más pesada.
–¿Que se condene? Pero si no ha muerto –protestó Alfonsina.
–No, y está donde quiere; en cambio ustedes...
El regaño abarcaba a las dos y ambas abrían desmesuradamente los ojos, incrédulas de lo que estaban presenciando. La madre empezó a res-pirar con dificultad como si se ahogara. La mayor fue corriendo por un vaso de agua, la menor cruzó los brazos y siguió en su sitio. Nadie hablaba.
Pasaron unos minutos de gran tensión en los que la madre tosió sin parar. Luego que dejó de hacerlo, clavó los ojos en Frida y le dijo en tono de reproche:
–A ti no te gustan las tristezas. A mí tampoco y nunca anduve bus-cándolas, pero si la persona en la que pones tu confianza te falla...
–Pues le retiras la confianza y ¡a la chingada! –interrumpió Frida.
–¡En mi casa no se dicen majaderías! –protestó la madre.
–Okey –la hija se acercó unos pasos y bajó el tono de voz–. Mira, no eres la primera ni la última mujer que pasa por lo mismo, tienes que su-perarlo y recuperarte. Perdóname que te lo diga pero da tristeza verte de-rrotada. ¿Te gustaría vernos igual a nosotras si nos sucediera lo mismo? No lo creo. ¡Levántate y vive!
–Te oyes como meme de autoayuda, todos los días mandas frases de esas por el celular –replicó Alfonsina enojada.
–¡Ojalá les sirvieran! –contestó Frida irguiéndose.
–Aburres –dijo la mayor.
–Pues no los leas. O bórralos.
La madre miraba desconcertada a su hija menor. La sentía cruel, fría, ingrata, incapaz de comprenderla y compadecerla. De pronto, vino a su mente el recuerdo de lo que hizo Pau cuando al marido le diagnosticaron cáncer y prácticamente le exigió fingir estar bien para no entristecer a la familia. ¿Habría sido eso lo mejor? Cierto que ella no padecía cáncer, pero sufría demasiado. Quizá estaba sobrecargando a sus hijas con su dolor. En la mente buscaba una respuesta que la justificara. No la encontró y se puso a llorar.
Frida se acercó y la rodeó con sus brazos, ante la mirada sorprendida de Alfonsina.
–Mami, no creas que no te comprendo –dijo con dulzura–. Es duro pero hay que ponerle un final, de veras. Podemos tener un buen futuro.
Enedina se apoyó en el pecho de su hija sollozando, luego murmuró con voz distorsionada:
–¡Hago lo que puedo, yo hago lo que puedo!
Ninguna se movió de su lugar. Poco después la madre, algo más calmada, dijo:
–Les prometo que ya estoy mejor.
–Eso no es promesa, estás o no estás –replicó Frida.
La madre no la escuchó, estaba sorprendida de lo que ella misma acababa de decir; medio año atrás se habría empecinado en lograr el apoyo de sus hijas en contra del padre, y ahora intentaba demostrar su propia fortaleza. Alfonsina imitó a la hermana y también abrazó a la madre. Así permanecieron varios minutos, hasta que los sollozos cesaron.
–No quiero que me piensen débil –dijo la señora sin romper el abrazo–, ni que ustedes vayan a sentirse un día como yo me he sentido. Por favor, ténganme paciencia, es posible que necesite tiempo.
–Despreocúpate –respondió Frida–, tiempo es lo que siempre hay, menos cuando uno se muere.
–Me alegro de no haber ido hoy a Zapotlanejo y estar con ustedes –dijo Enedina deshaciendo el abrazo y dirigiéndose al refrigerador–. Tengo helado, ¿quieren un poco?
Sirvió tres copas bien colmadas y se sentaron a saborearlo, las tres expresando por turnos su temor a engordar. Hacía mucho tiempo que no estaban juntas.
–¡Ni modo! –exclamó Frida–, dicen que lo que a uno le gusta siempre engorda, es pecado o hace daño. Por un día no pasa nada, estamos de vacaciones de buena conducta.
Llegó diciembre y en el club organizaban una posada, Carmelita cobraba las cuotas e iba anotando nombres en una libreta. Todos los días, en clase, les recordaba la fecha y la hora.
–En lugar de intercambio de regalos –decía cada vez–, qué les parece si traen una bolsa de dulces para la piñata y los aguinaldos. Estoy pre-parando unos muñecos muy bonitos.
Llegó el día. Enedina decidió asistir. Esta vez no se sorprendió del arreglo de las señoras, ya lo esperaba y se había levantado temprano para maquillarse, estar presentable y sentirse a la altura. La reunión fue en el salón de danza del club, como de costumbre. Ahora la decoración se en-contraba en las mesas; en cada lugar había un mono de nieve con bufanda roja, lleno de dulces. Las señoras traían gorros de Santa Claus y bufandas rojas. La piñata estaba colgada en el centro.
Enedina había sido de las primeras en llegar y pudo elegir el sitio para sentarse, con Nelly y las amigas, las dos Chelas, Irma y Pau. A las demás también las conocía pero su mayor interés era conversar con Pau y Nelly; los esposos de ambas tenían enfermedades serias y ella quería in-vestigar cómo les estaba yendo y cuáles eran sus métodos para lidiar con algo tan pesado. Tenía que encontrar el momento, porque las dos eran de las más bailadoras.
Sirvieron café, tamales y champurrado. Pronto, el centro de la mesa lucía atiborrado de hojas revueltas con los monos de nieve. Carmen, Ale y Margarita iban y venían ofreciendo, sirviendo y recogiendo hojas. Las conversaciones eran animadas.
–¿Y cómo está tu marido, Pau? –preguntó Enedina en cuanto tuvo oportunidad.
–Bien, muy bien, cada día mejorando.
–¿Ya no tiene cáncer? –preguntó Marcia con cara de incredulidad.
–No, ya no –respondió Pau.
–¡Qué bueno! ¿Lo dieron de alta? –preguntó Enedina emocionada. Quería creer que en verdad la buena actitud ayudaba en las enfermedades. Ella estaba haciendo todo lo posible por mejorar su ánimo y cuando llegaba a la alberca decía para sí misma: “Estoy llenándome de vida y de energía”. Se sentía menos depresiva que de recién llegada.
–Todavía tiene que ir a revisión cada cuatro meses –respondió Pau–, esperamos en Dios que siga muy bien.
–¿Y tu esposo, Nelly?
–Mejor, en cuanto cabe, porque ya no tiene cáncer, pero sigue bajo control médico.
–Ojalá se recuperen del todo –dijo Enedina con sinceridad.
Había aprendido a sentir afecto por esas mujeres que no eran sus familiares y le habían impresionado por su manera de bregar con las difi-cultades. Tenía que animarse a preguntarles cuál era su método y cómo hacían para vivir alegres, mientras en su vida había verdaderas tragedias. Tomó aire y soltó su pregunta.
–¿Cómo hacen para seguir contentas, a pesar de todo?
Se hizo un gran silencio. Pau suspiró antes de responder.
–Pues cómo, viviendo al día. Cada que me despierto y veo a mi lado a mi marido, digo: “Todavía lo tengo, vamos a ver qué hacemos de bueno”.
–Igual yo –dijo Nelly–. Despierto y pienso: “Un día más; podíamos habernos muerto ayer”. Y luego, a darle a lo que se presente.
–Las admiro. No sé si yo podría hacer lo mismo –dijo Enedina.
–Ni le pienses –repuso Pau–. No hay para qué estar vislumbrando desgracias. Si hoy estás bien, estás bien. Mañana, Dios dirá.
–Dios dirá –asintió Enedina pensativa. No podía creerles del todo. Dejó que su duda saliera en palabras antes de reflexionarla y preguntó–: ¿Están seguras que no se trata de mujeres infelices fingiendo que son feli-ces?
Se arrepintió enseguida de su franqueza pero ya lo había dicho. Pau se puso seria, se veía que estaba escogiendo cuidadosamente la respuesta.
–Lo que dices anda cerca de ser exacto, pero no finjo; me esfuerzo por estar bien. Nado contra la corriente. Si no lo hubiera hecho así, mi marido y todos en casa nos habríamos dejado ir a la desesperación. No estoy negando la gravedad de lo que nos pasa, intento que le robemos a la vida ratos agradables para poder resistirla.
Enedina suspiró en silencio y miró al grupo pensando que le gustaba estar entre esas mujeres, simplemente juntas, divirtiéndose, no ávidas de romance ni erotizadas, sin competir. Ninguna se veía arreglada para algún hombre. Tampoco parecían sometidas a que alguien les dijera si se veían bien o mal o qué podían hacer, como si al cruzar la puerta del gimnasio se dijeran: “Este tiempo es para mí, no al servicio de nadie” y la justificación de su existencia comenzara y terminara en sí mismas. Estaban donde querían estar, esa era la belleza del asunto. Quizá, cuando volvieran a sus casas, retomarían sus roles de siempre o tal vez no; lo interesante consistía en que se daban la oportunidad de sentir y convivir a sus anchas, sin aparente tristeza por envejecer. “Es horrible estar triste todo el tiempo”, se dijo.
En ese momento se acercó Margarita con un palo en la mano.
–La piñata está lista, quién quiere, quién quiere... vamos, vamos, a la piñata –parecía pregonero de los que venden cosas por la calle.
Todas se levantaron e hicieron rueda.
–Yo, yo –se ofreció Enedina. Le entregaron el palo y con él descargó varios golpes sobre la piñata con toda su fuerza; sentía que estaba dicién-dole a la vida que nada iba a derrotarla.