lunes, 28 de diciembre de 2020

ADIÓS 2020. BIENVENIDO 2021

Algunos tenemos parientes, amigos y conocidos que no pudieron decir esta frase porque se fueron antes. Cumplieron su ciclo. Ahora los recordamos con dolor y nostalgia. Y la vida sigue. . La vida sigue. Continúa. No podemos quedarnos estacionados en el 2020 ni en nada de lo ocurrido. Precisamos saltar al 2021 y darnos cuenta de que es un año nuevo y la oportunidad de hacer algo, puesto que estamos vivos. Quizá necesitemos un tiempo para llorar (somos los vivos quienes lloramos) pero no todo el año. Es imperioso resurgir. . Ojalá el 2021 nos traiga felicidad, pero a lo mejor no lo hace y tendremos que generarla nosotros mismos. En todas partes se respiran tristeza, temor e incertidumbre que no son fruto de enfermedades mentales sino de la realidad. Necesitaremos un doble o triple esfuerzo para mantenernos en buen ánimo. Las personas que son alegres no lo consiguen gratis, algo debieron hacer para mantenerse a flote. Hemos de procurar la alegría en medio del dolor y la enfermedad, que también son parte de la vida. . Alrededor nuestro hay bebés, niños, adolescentes, jóvenes y adultos que están formando recuerdos y nosotros contribuimos a que estos sean gratos. O detestables. Creo que todos preferimos ser un grato recuerdo para nuestras personas amadas. Nos ven hacer cosas. Quizá les ofrecemos un café o un licuado cada día al despertar. Tal vez les contamos anécdotas o chistes o los consolamos cuando los vemos tristes. A lo mejor se sienten seguros y en paz en nuestra compañía. Quién sabe si su mejor recuerdo sea que los invitamos a hacer algo juntos. - En esta época de ausencia de abrazos, salidas prohibidas, clases y vacaciones en casa, prolongado tiempo de estar juntos porque no hay otro remedio, ser nosotros capaces de mantener la cordura y la amabilidad serán regalos invaluables para las personas con quienes atravesamos esta pandemia. . Deseo a todos mis lectores un feliz 2021 ya sea por suerte o como resultado de un esfuerzo, y que tanto ustedes como sus familias tengan excelentes recuerdos de este año, cuando finalice. . “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 14 de diciembre de 2020

MENTES ÁGILES

Algunas personas poseen una mente más ágil que las de otras personas; se les ocurren montones de ideas y la palabra o la frase oportuna les llegan con una velocidad pasmosa. Estos cerebros funcionan como súper computadoras. ¡Qué maravilla! Necesitan ser aprovechados, pero no solo en problemas cotidianos sino en inventos y descubrimientos geniales que beneficien a la humanidad. En caso contrario, si se les deja sin suficiente empleo, inventarán problemas irrelevantes a fin de ocupar en algo su portentosa capacidad y fastidiarán a todos cuantos vivan a su alrededor. . Muchas de las personas que poseen una de estas inteligencias privilegiadas no lo saben o no lo reconocen, y son muy desdichadas. Su poderoso equipo perceptivo les sirve solo para registrar los cambios más pequeños e interpretar acontecimientos y hasta intenciones que pasarían inadvertidos para otros; su magnífico cerebro los procesa día y noche y llega a conclusiones desgarradoras, como “tengo numerosos enemigos”, “me tienen mala voluntad”, “lo hacen para desacreditarme”, “quisieran verme sufriendo”, “no me aprecian”, “nadie me quiere”. . Su enorme creatividad está creando motivos para sufrir. . La creatividad consiste en generar algo que no existe, o en darle una forma nueva a lo que ahí está. Todos poseemos determinada capacidad creativa. Utilizar cada uno dicha creatividad en su propio provecho y conveniencia, y luego en beneficio de los demás, es un requisito básico para vivir bien. . Llamamos “básico” a aquello que es indispensable cuando se quiere adquirir algo: una habilidad, una ciencia o una actitud. Pongamos por ejemplo leer. Es básico conocer y diferenciar las letras. Un disléxico que ve q p b d como lo mismo no puede leer, siente que “las letras le bailan ante los ojos”. ¡Claro, unas veces la pancita está a la derecha, otras a la izquierda o arriba o abajo! Entonces, para él, lo básico es primero distinguir los lados en su propio cuerpo y hasta después aprender la forma de las letras y cómo se juntan. . Es básico usar la creatividad de modo que nos convenga y aproveche. . Decía el escritor Bernardo Shaw: “La fórmula infalible de ser infeliz consiste en dedicar los tiempos libres para pensar que uno no es feliz”. Con ese tipo de pensamientos, estaría uno creando a un ser desdichado. Siempre estamos creando. . La mente y YouTube se parecen: o uno les dice con firmeza qué quiere ver, o comienzan a ofrecerle contenidos al garete. Podrían ser basura. Uno de los grandes dramas de la desinformación es que confunde a nuestras mentes y las obliga a pensar en falsedades, de las que solo pueden obtenerse resultados falsos. . La creatividad trabaja con los contenidos de la mente: los examina, acomoda, modifica y les da una forma nueva. No es difícil imaginar cuáles serían los resultados si estuviera trabajando con basura: ¡basura aumentada, superlativa, en grandes cantidades! Un supercerebro creando a supervelocidad sin una supervigilancia de la consciencia es capaz de llegar a las más grandes aberraciones: “Soy Napoleón”, “mi misión es liberar al planeta de todos los malvados y defectuosos que existen”... . Si uno acostumbra estar triste, enfadado, molesto, insatisfecho, sin ilusiones o de alguna manera desdichado, quiere decir que ha elegido mal los temas para su creatividad. La dicha no existe completa en alguna parte ni nuestra personalidad es algo fijo y acabado, estamos creando ambas cosas constantemente y podemos hacerlo de maneras muy bellas. . Como conclusión: La vigilancia consciente de los contenidos de nuestros pensamientos importa muchísimo. Nuestra salud mental depende del tipo de materiales que ofrecemos a la mente para que piense en ellos; ella los toma y procesa porque esa es su función, y nos los entrega asociados con otros pensamientos similares. Afortunado quien elige pensar en cosas que lo hacen crecer y ser feliz. . “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 7 de diciembre de 2020

ESTAMOS DE DUELO

El mundo en el que los mayores de 60 años crecimos (un niño podía salir solo a la tienda, jugar en la calle con sus amiguitos o explorar la colonia) ya no existe y es imposible volver a traerlo a la vida. Tampoco el mundo del primer trimestre del 2020 existe, se fue, estamos en otro. No resucitará, por más que lo añoremos y sintamos que es injusto que nos haya sido arrebatado. Estamos de duelo. Con el mundo de la infancia de los mayores sucedió como con los enfermos que mueren poco a poco y van dando tiempo a los deudos para que se preparen a la ausencia; el de 2020 tuvo una muerte súbita, inesperada, como de accidente repentino. No la vislumbramos antes. Hoy, nos guste o no, hemos de pasar por el proceso del duelo, a sabiendas de que un duelo mal vivido trae funestas consecuencias físicas y mentales. Existen diferentes descripciones de este proceso cuando es sano. Repito: sano, aunque suene desagradable. La más conocida es de la psiquiatra Elisabeth Kübler Ross, quien describe varias etapas, a saber: Etapa 1, negación: Es el primer intento de protegerse uno contra el dolor y el sufrimiento, escapando a un mundo de ficción como si la pérdida no fuese real. “Pronto vamos a despertar de esta pesadilla y volveremos a la normalidad”, “no pasa nada, el COVID no existe”, “nos quieren manipular, no hay que caer en ese juego”, “seguiré mi vida como antes”. Etapa 2, cólera: Se admite la situación pero con rebeldía, se buscan culpables contra los cuales vengarse del daño que se está recibiendo, se siente envidia y coraje con las personas que no sufren la misma suerte. Predomina el enojo que protege contra el dolor y contra el darse cuenta. “Deberíamos bombardear a los chinos”, “es resultado del neoliberalismo anterior”, “las autoridades son ineptas”, “los ricos tienen la culpa”, “la gente es irresponsable”. Etapa 3, negociación: Se intenta hacer un trato con quien se cree controla la situación (uno mismo, Dios, el destino): “me portaré bien”, “seré bueno”, “iré en peregrinación a…”, “solicitaré apoyos del gobierno”, “recurriré a Derechos Humanos”. Etapa 4, depresión: Se toma conciencia absoluta de que los pasos anteriores han fracasado. Se experimenta mucho dolor y sufrimiento por la evidencia de lo que está pasando; la mayoría tenemos algún familiar cercano o retirado que se contagió o murió o quedó sin empleo a causa del COVID-19. Cuesta trabajo hacerse responsable de cuidar el propio bienestar; se trata de seguir a flote igual que si nos hubiera sucedido un naufragio. Dejar de resistir por tan solo un momento podría significar la muerte física o psicológica de uno mismo. Etapa 5, aceptación: Es un período decisivo porque significa la renuncia definitiva a toda esperanza de recuperar el “paraíso perdido”. Los lapsos de cordura son cada vez más frecuentes. Se comienza a disfrutar de situaciones agradables sin experimentar sentimientos de culpa. El recuerdo se vuelve menos doloroso poco a poco. El duelo se completa en forma paulatina. “Celebraremos Navidad con precauciones”. “En familia nos seguimos queriendo”. Todo duelo es una crisis existencial donde nos vemos confrontados con el caos y con los aspectos incontrolables de la existencia: acontecimientos como el COVID-19, una guerra, una inundación, un temblor o cualquier catástrofe natural, exceden nuestras capacidades individuales. No son nuestra culpa y nos es imposible evitarlos. Esta crisis, como todas las que sufrimos en nuestra vida, sirve para crecer o para enfermar, dependiendo de cómo la afrontemos. Nos urge aprender a sobrevivirla de la mejor manera posible; es decir, no solo permaneciendo con vida sino siendo capaces de inventar situaciones de alegría. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , o al teléfono 7 63 02 51

lunes, 30 de noviembre de 2020

2020: Seres amados que ya no están

2020: Año que termina, seres amados que ya no están “No se puede sanar al mundo sin sanarse primero a sí mismo “. Elizabeth Kúbler Ross, psiquiatra, escritora, tanatóloga. Quienes hemos vivido la pérdida de un ser amado: hermano, esposo, padre, amigo o hijo, debimos recordar o aprender de golpe que el tiempo se acaba, que es importante vivir minuto a minuto, disfrutar, tener proyectos, olvidar los rencores, acercarte a los tuyos, creer en un ser supremo y agradecer estar vivo. El COVID-19 cambió la forma de morir. Para quien le tocó la dolorosa experiencia de perder a un ser querido por coronavirus, resulta casi imposible asimilar el no haber podido acompañarlo durante su estancia en el hospital, que lo intubaran y pese al esfuerzo del equipo médico para mantenerlo con vida… no regresó a casa. Luego, a la par de sufrir el duelo sin haberle llorado ni acompañado su cuerpo, aceptar que la persona ya no está. A fin de hacer el momento menos doloroso se expresan las siguientes palabras de consuelo: “no sufrió” “estaba sedado, no sintió”. No lo sabemos, simplemente el COVID nos enseña que vale la pena vivir, disfrutar y esforzarse por ser una mejor persona, querer a los tuyos, cuidar el entorno y comprometerte con el mundo, ya que el futuro y el mañana son inciertos. El filósofo, psicólogo y escritor estadunidense Kenneth Earl Wilber, uno de los creadores de la psicología integral, plantea que ante una pérdida, por dolorosa que sea, es sano que abracemos nuevas posibilidades, nuevos proyectos, ya que a través de estos recursos daremos vida a quien ya no está. Propone también que de esta forma el cuerpo puede sanar y volver a su equilibrio homeostático y, desde esta perspectiva, empatizar con médicos, enfermeras, trabajadores sociales, psicólogos, nutriólogos, personal administrativo y de intendencia que siguen trabajando arduamente y sin límites con los enfermos que tienen COVID. Este grupo de expertos y profesionistas enfrentan la muerte día a día. Muchos de ellos no pueden aceptarla verbalmente ni elaborar lo doloroso que les resulta encararla a diario en su profesión, sin olvidar que son personas con una vida independiente del hospital y están renunciando a su propia vida por luchar para que otros vivan. La contingencia sanitaria que estamos padeciendo a nivel mundial desde el mes de marzo ha cambiado en forma radical nuestro estilo de vida y nos hace entender la distancia que existe entre estar sano o enfermo, morir o no morir, trabajar para mejorar la calidad de vida o seguir ignorante en cuanto a cuidar la salud física, usar cubreboca considerando la responsabilidad que ello implica: disminuir el riesgo de contagio o, en el peor de los casos, que la persona muera. Sin ningún miramiento, la pandemia del COVID-19 logró cambios en todas las áreas de nuestra vida. Quienes construyeron un negocio o asistían a su empleo que perdieron a causa del confinamiento, han comprobado que nada es seguro y que la realidad es aprender a vivir de tus propios recursos, creatividad y nuevas posibilidades. Si apreciamos el sufrimiento, por paradójico que parezca, como una experiencia que posibilitará el crecimiento personal, nos permitiremos soltar el dolor y emprender nuevos caminos de vida. Este artículo es un reconocimiento especial a: 1.- Personal médico, enfermeras, trabajadores sociales, nutriólogos, psicólogos, personal administrativo y de intendencia que están trabajando con pacientes COVID y han involucrado su vida por otros. 2.- Hospitales COVID en nuestro país, por su compromiso y profesionalismo para atender la pandemia. 3.- “Médicos sin Fronteras México“ y “Psicólogos sin Fronteras México”, organismos que aportan ayuda independiente en forma voluntaria y gratuita a pacientes COVID. 4.- Investigadores que trabajan por desarrollar una vacuna. 5.- A la Secretaría de Salud y personal que labora en dicha dependencia. Agradezco la colaboración de la Psic. Irma Campos Escalante, directora del Instituto de Desarrollo Humano de León, A.C. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 23 de noviembre de 2020

EL PROPIO CUERPO

Cuando nacemos, nos es dado un cuerpo pequeñito, de bebé, dispuesto a vivir, crecer y adquirir múltiples habilidades. Es nuestro “pasaporte” para permanecer en el planeta. Cuando deje de funcionar, abandonaremos el mundo de los vivos. ¿Qué tanto cuidado y amor deberá merecernos este “pasaporte”? Todo el que podamos. Amarlo forma parte de nuestra autoestima, pues aun si creyéramos que no somos solo cuerpo, él seguiría siendo el centro de operaciones donde se realiza todo pensamiento, palabra u obra que sean nuestros. Es triste que en ocasiones no podamos amar a nuestro cuerpo y decimos: “Detesto mi nariz”, “odio esta barriga”, “¡qué pies tan horrorosos me tocaron!”. U olvidamos nutrirlo, darle agua, ir al baño, ejercitarlo, mantenerlo limpio y acicalado, dormir el tiempo necesario, abrigarlo, ponerle ropa cómoda. Por el contrario, en ocasiones le ponemos corsés que no lo dejan respirar, lo sometemos a dietas de hambre, lo obligamos a ingerir venenos como comidas chatarra o drogas, a trabajar aunque esté cansado, o lo sometemos a torturas que no le agradan. Como pasaporte para estar aquí, sería excelente que lo amáramos incondicionalmente, tal como es, aunque hubiera nacido con una pierna torcida o sin ella, con los ojos bizcos, una joroba o cualquier otro defecto físico. Y con amor procurarle todos aquellos cuidados, aditamentos, prótesis, cirugías o lo que sirva para que esté lo más confortable posible. Y aquí viene la primera pregunta (hoy me propongo dejar más interrogantes que respuestas): ¿Cuál es el criterio límite para hacerle cambios a nuestro “pasaporte”? De pasada quiero recordar lo que he repetido en otras ocasiones: sin amor, el intelecto puede llegar a grandes aberraciones. Continuemos. La morena quiere ser rubia, la de pelo rizado se alacia; la gorda sueña con estar flaca y el flaco con verse musculoso; los chaparros usan tacones y los altos se joroban para estar al nivel de los demás. La lista puede extenderse. ¿Cuál es el criterio de estos cambios?, ¿son falta de amor por el propio cuerpo o simple diversión? ¿Quizá sean maneras de conseguir ser amados por otros? ¿Ayudan a la salud corporal o la estropean? En teoría, deberíamos tener amor al cuerpo todos los días hasta el final de nuestras vidas. En la práctica, solemos pensar: “lo amaré cuando adelgace”, “cuando deje de temblar y estar nervioso”, “cuando sea atractivo y consiga novia (novio, esposo, amante)”, “cuando tenga un hijo”, “cuando se le quite el acné”. ¿El amor por el propio cuerpo es una decisión de “me amo hoy tal como soy”, o debe ser un sentimiento como cuando nos enamoramos? Vi en Netflix la serie “Cien días para enamorarnos”. Allí, entre otros temas, una adolescente se aplana los senos en secreto con una venda apretada. “No me gustan, los odio”, exclama cuando es descubierta. La expresión no me pareció de gran amor por el cuerpo. Seguí viéndola. Más adelante, la chica declara que no le gusta ser mujer, y posteriormente se autodefine “trans”. La serie muestra los conflictos que su afirmación desencadena, unos la aceptan y otros la agreden, pero en ningún momento se menciona el asunto del amor por el propio cuerpo. La serie tampoco muestra la serie de intervenciones quirúrgicas y medicamentosas a que ese cuerpo sería sometido para un eventual cambio de sexo. ¿Es amor? Queda, pues, una cuestión importante: ¿Sí, o no, es verdad que nuestro “pasaporte” para estar vivos merece amor incondicional, o que nos sentiríamos mejor si le pusiéramos condiciones para amarlo? “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 16 de noviembre de 2020

DOS TESOROS

Las emociones son energía. Un estímulo cualquiera ha sido percibido. En milésimas de segundo se le comparó con los deseos, creencias y expectativas contenidas en el subconsciente. El cuerpo emite una respuesta fisiológica de agrado o desagrado y con ella, dota a la persona de una cantidad de energía pequeña o grande (en ocasiones abrumadora). Ahí está, disponible para la acción. Es una emoción. Su nombre lo dice: emoción = muévete. Las emociones nunca son buenas o malas, solo emergen. Además de energía dan información: “Este estímulo sí, o no, va de acuerdo con todo el entramado de mi sistema interno de contenidos previos”. Hasta aquí, todo sucede a nivel inconsciente y automático. En ocasiones suben hasta la consciencia, cuando se les pone atención. Entonces, es posible darles cauce y significado; pero si no, desatan movimientos y acciones que después, cuando ya hicimos algo, nos preguntamos: “¿Y yo por qué hice esto?”. Las emociones son irracionales; es decir, no piden permiso a la inteligencia para presentarse. Ya vimos que emergen de manera automática. Un arrebato de cólera puede llevarnos a perder el empleo o a un ser querido. Un arrebato de amor puede traer al mundo a un hijo no deseado. Un arrebato de tristeza puede dejarnos inmóviles, en cama o sin sentido para la vida. Las emociones son nuestro gran tesoro. Nuestro. Nadie nos lo puede arrebatar. También el intelecto es un gran tesoro que nadie nos puede arrebatar. Lo ideal sería que pudiéramos aprovechar ambos tesoros en nuestro beneficio, hacer que trabajen juntos, en armonía. Saber cómo, cuándo, dónde y de qué manera utilizarlos antiguamente se le llamaba sabiduría y hoy, inteligencia emocional. El nombre se refiere a emoción e intelecto combinados en un buen resultado. Si alguien me dijera: “Eres puro corazón”, estaría haciéndome un cumplido muy pobre. Solo, sin el intelecto, el corazón puede llevar a grandes aberraciones, como “lo maté, sí señor, y si vuelvo a nacer, yo lo vuelvo a matar”. Inundación de emociones y nada de inteligencia. Y solo, también el intelecto llega a grandes aberraciones: “los viejos le cuestan demasiado al erario, hay que suprimirlos”. Pensamientos, cálculos, ninguna emoción, cero sentimiento. Puede verse la importancia de mantenernos en contacto con nuestro mundo emocional y conducirlo racionalmente hacia donde conviene, o él nos arrastrará hacia toda clase de resultados, agradables y desagradables. En ocasiones, la emoción es tan abrumadora que lo primero que debe hacerse es reducir su tensión hasta un nivel en el que su energía sea manejable. ¿Cómo? Con movimiento: un partido de tenis, una sesión de boxeo, caminar varios kilómetros, nadar, gritar en el auto con las ventanillas cerradas, golpear almohadas hasta sudar, hacer rayones sobre un papel, son aplicaciones no peligrosas del exceso de energía. Luego, cuando esta ya sea manejable, se puede echar mano de ese par de tesoros inagotables que tenemos dentro: corazón y cerebro. Deseo para mí y para todos mis lectores que la sabiduría sea nuestra compañera inseparable de vida, que ella nos conduzca hacia lo que todos queremos: la felicidad y la paz. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , o al teléfono 7 63 02 51 “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 9 de noviembre de 2020

EL HORROR

El horror verdadero no es lo que se siente al ver películas de este género, sino el de una persona que está expuesta a una situación en la que corre peligro su vida (o la de alguien muy amado), al tiempo que se experimenta reducida a una impotencia total; es decir, no puede hablar, moverse ni hacer algo en su defensa. A esta experiencia de horror se le llama trauma psicológico. No todas las personas sufren con la misma intensidad una situación similar. Si la persona conserva el movimiento (aunque fuera solo temblor), habla de lo sucedido con alguien (sea relatándolo o pidiendo ayuda), o se le ocurre algo que podría hacer al respecto (aun si es fantasioso), el efecto maligno del trauma puede verse reducido. Reducido no significa solucionado. Hay varios tipos de traumas: 1- Los breves, repentinos e inesperados, como los accidentes de tránsito, asaltos, catástrofes naturales (inundación, temblor, tornado) en los que hay peligro real de perder la vida o la integridad física. 2- Situaciones abrumadoras, persistentes y repetitivas en las que se experimentan desamparo e impotencia totales, como ser prisionero de guerra, víctima de tortura, de abuso sexual o físico, de agresiones constantes en la escuela. 3- Trauma por una pérdida en que la persona se percibe en situación de desamparo e impotencia total: una muerte repentina, pérdida de alguno de los padres por separación, pérdida de los padres por adopción, pérdida de la pareja por infidelidad. No toda pérdida produce trauma, depende de cómo la percibe la persona. Resulta inútil intentar convencerla de que su percepción está equivocada; es mejor escucharla las veces que lo necesite. 4- Trauma por vínculo inexistente (abandono, perderse en una ciudad extraña). Todo humano necesita desarrollar vínculos emocionales seguros y de apoyo (que alguien conoce su nombre, quiere saber dónde está y contesta el teléfono si le llama). Sin estos vínculos, se experimenta existencialmente desamparado. Para un niño, el apego a sus padres es esencial y resulta catastrófico si los padres no pueden satisfacer esta necesidad. La vinculación a la madre es la base de los patrones psicológicos para todos los seres humanos. La ausencia materna en la primera infancia puede producir severos problemas de adaptación social y emocional en años posteriores. El síntoma principal del trauma de vinculación es el vacío interior. El horror de las experiencias traumáticas tiene una influencia prolongada que afecta la percepción del mundo y no se cura solo ni con el tiempo; es necesario hablar de ello con alguien especializado. Una experiencia traumática siempre tiene algún efecto durante varias generaciones. Una madre o un padre que han sufrido un trauma, inevitablemente transmitirán su experiencia traumática al hijo. La psique humana es un fenómeno multigeneracional en el que, a menudo, los problemas físicos, emocionales y psicológicos de una persona son consecuencias de enredos en relaciones vinculantes de tres o cuatro generaciones anteriores. Si nuestros padres o abuelos sufrieron un trauma, nosotros no tenemos la culpa; sin embargo, nos toca liberarnos del tal trauma que acaeció antes de que fuera nuestro tiempo, deslindar lo ocurrido y asumir que somos personas distintas a ellos. Lo dicho en el párrafo anterior hace parecer que cada uno podemos, solos, con nuestras fuerzas y voluntad, liberarnos de los traumas heredados. No es así; necesitamos ayuda. En las Constelaciones Familiares realizadas en grupo esto se deslinda con cierta mayor facilidad y el alma puede tomar lo que ve y no conocía. El intelecto resulta insuficiente para solucionar los horrores que no vivimos nosotros pero nuestros padres o abuelos sí, y los incapacitó para darnos lo que necesitábamos de ellos. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 2 de noviembre de 2020

LOS MUERTOS

Todos tenemos a personas amadas que ya no están aquí. Dejarlas ir es muy difícil. El día de muertos parece reunirnos con ellas de nuevo al recordarlas con mayor intensidad, visitar sus tumbas, preparar los platillos que preferían, comprarles flores, regalarles una misa, mirar sus fotografías y tantos otros detalles con que honramos sus memorias. Los muertos ya traspasaron una puerta que nosotros deberemos cruzar algún día y que cada uno la imaginamos distinto. La idea que nos formamos de esa puerta y lo que sigue después suele ayudarnos a vivir mejor o más mal, aun a sabiendas de que lo que creemos saber del más allá no puede ser demostrado; son solo anhelos, aspiraciones, creencias o realidades que se niegan a brindar pruebas empíricas de su existencia. Para la persona que cree en que su ser querido muerto sigue aquí de manera invisible, lo acompaña a todas partes, lo escucha, lo cuida y le concede favores, el no poder verlo y solo sentirlo es menos desgarrador que para quien cree que su ser amado se ha convertido en nada y jamás lo volverá a encontrar. Personas me han dicho: “Claro que me gustaría creer en otra vida, pero no puedo”. Y es verdad, no pueden. En mi interior lamento verlas privadas de ese consuelo. La fe suele ser un regalo que recibimos a través de nuestros padres o alguien muy querido. A veces nos llega mediante una experiencia desoladora. También personas me han dicho: “Ese consuelo es falso, ¡menuda sorpresa van a llevarse los crédulos cuando lleguen y no hay nada!”. Entonces yo pienso y a veces lo digo: “No habrá sorpresa. Si, como dicen, no hay nada, ninguna consciencia estará allá para decepcionarse; sin embargo, la creencia les sirvió de consuelo en vida. Y si, en cambio, hay algo, no existe motivo para decepcionarse”. Otras personas, que dicen amar la objetividad, aseguran: “No acepto basar mi vida en mitos y mentiras”. Con ellas no digo nada, solo pienso: “Nuestras vidas están basadas en millares de mitos y creencias que crearon personas que ya no están en el planeta y que jamás podremos demostrar como ciertos, pero nos sometemos a ellos sin chistar”. Por ejemplo: ¿por qué está prohibido comer carne de gato o de caballo?, ¿en qué es mejor que los hombres traigan el cabello más recortado que las mujeres?, ¿es más acertado el idioma español donde el sol es masculino, o el francés en que es femenino?, ¿las fronteras son provechosas para los humanos en el lugar donde están trazadas? La lista de creencias a las que nos sometemos es inacabable. Recibir en el pensamiento con amor el recuerdo de nuestros seres queridos siempre ejerce alguna influencia en nosotros. Influencian al sentirnos pertenecientes a algo más grande que la muerte, influencia de gratitud por lo vivido con ellos, de comprobación de la vitalidad del propio corazón que fue capaz de amarlos, de reconocimiento de que a pesar de la brevedad de la existencia es posible hacer cosas trascendentales (nuestro propio cuerpo, por ejemplo), convencimiento de que podemos mantenerlos vivos mediante la memoria y la propia vida. Los muertos nos anteceden. El lazo de amor que lograron crear durante su existencia necesita ser perpetuado o tal vez perfeccionado en la nuestra. Sugiero un brindis en honor de los que hicieron un lugar para los que todavía estamos aquí. ¡Salud! “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 26 de octubre de 2020

EJEMPLOS DE CREENCIA EN LA DOMINACIÓN

Agradezco a las personas que me llaman o escriben y con mucho gusto proporciono ejemplos concretos respecto al contenido de mi artículo “Crear ideas que no existen”, en el que afirmo que tenemos una arraigada creencia en que la dominación es necesaria y natural, y dicha creencia impide que se nos ocurran ideas nuevas acerca de cómo formar un mundo de humanos solidarios, compartidos y respetuosos. Primer ejemplo: cuando se pretende que los demás piensen como uno y, si piensan distinto, considerarlos malos, tontos o equivocados. La dominación se vuelve aún más evidente si se utilizan generalizaciones, rumores, amenazas, fuerza, violencia, ataque o leyes para obligarlos a uniformar sus opiniones con las nuestras. “Todos los Pro Vida son mojigatos, deberían desaparecer”. “Todos los Pro Aborto son criminales, deberían desaparecer”. “Todas las feministas son promiscuas, deberían desaparecer”. “Piensa como nosotros o serás expulsado”. “Si no haces como digo quemo tu estatua”. Otro ejemplo es el servilismo. El servil se somete porque cree que todas las relaciones son verticales, con dominantes y sumisos, y a él le tocó estar abajo, de ahí que deba protegerse con zalamería (hacer la barba, adular). Como es sumiso, necesita un jefe, gurú o caudillo que piense por él y le ordene lo que debe hacer. A veces, el que domina puede estar muerto y él le sigue obedeciendo. “Mi madre dijo que a mí me toca vengar la muerte del abuelo”. “Mi padre me golpeaba y qué bueno, hizo bien”. “Odio a mi jefe, pero le sonrío”. “Tengo permiso de un sacerdote para usar anticonceptivos”. Un tercer ejemplo es enrolarse en una secta o con un caudillo y estar dispuesto a obedecer en lo que sea. Por lo general, las personas que se entregan de esta manera desean un mundo mejor y confían ciegamente en que alguien, o un grupo, pueden lograr esa maravillosa transformación (aunque sea por la fuerza). Con ello, reafirman su fe no en la libertad y responsabilidad personales, sino en la dominación. “Mi gurú sabe lo que me conviene”. “Es una honra seguir a mi caudillo”. “Por la causa, todo, hasta la muerte”. Adolf Eichman dijo en su defensa cuando se le juzgaba por haber asesinado a millones de judíos: “Sólo obedecí órdenes”. Es frecuente que personas que luchan por la libertad sigan presas de la creencia en la dominación y su lucha desemboque en un mero cambio de opresores. “Ustedes, hombres, nos han dominado por siglos, ahora nos toca a nosotras dominarlos a ustedes”. “La meta es lograr la dictadura del proletariado”. La dinámica seguiría siendo la misma: dominante y sumiso, en lugar de seres libres, responsables de sí mismos. A veces pensamos que no somos dominantes porque no hemos obtenido poder suficiente para dominar, pero recurrimos al Estado, a Dios o a lo que sea como “garrotes golpeadores” para que impongan nuestra opinión o la respalden. “Pero hay un Dios que te va a castigar”. “La ley debería establecer que el aborto es un derecho”. ”Que se haga obligatorio para los médicos efectuar un aborto cuando se les solicite, sin derecho a negarse”. “Que se obligue a las madres a asumir la responsabilidad de la vida que engendraron”. “Que se castigue a quienes cometan aborto”. Tengo entendido que en Guanajuato hay varias jóvenes en la cárcel por haber sido descubiertas abortando o intentando abortar. Es más fácil hablar de libertad que vivirla. El que es libre asume la responsabilidad de los propios pensamientos, palabras, acciones y consecuencias, sin sentirse el dueño de la verdad ni imponer su moral a los demás. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 19 de octubre de 2020

EN BUENA FORMA

Enedina llegó al estacionamiento del club Mykonos, apagó el motor y permaneció en el auto, indecisa de entrar. Llevaba puesto el bañador debajo de la ropa deportiva, e interiormente seguía molesta con el médico que le había prescrito hacer deporte, practicar yoga o natación y, sobre todo, salir de su aislamiento. Ese hombre, pensaba ella, la había hecho sentir mal con su fingida amabilidad profesional para convencerla de que se inscribiera en un gimnasio. “Tiene que darse importancia usted misma y no subir de peso. A veces, el comer mucho se relaciona con estados de tristeza y necesidad de sentirse cuidada. Usted merece su mejor esfuerzo”, dijo y extendió una receta que incluía la fecha de otra cita en un mes. Ella había tomado el papel pensando que ningún deseo tenía de cumplir la prescripción; sin embargo, ahora estaba a punto de darse una oportunidad solo para no sentir que la culpa era suya si no mejoraba. Desde el auto miraba a gente entrar y salir mientras ella experimen-taba resistencia a meterse en la alberca. “No hay glamour en mostrar rollos y llantitas; mejor, primero voy a hacer aparatos”, decía para sí misma sin moverse y recordando con nostalgia las sensaciones de antes, cuando se desprendía de la toalla y con disimulo descubría alguna mirada masculina recorriéndola con el brillo del deseo, o unos ojos de mujer con secreta admiración o envidia. “De joven yo era linda”, pensó. Ahora, con cincuenta y dos años recién cumplidos, uno de divorciada y subiendo de peso contra su voluntad, se imaginaba un futuro aterrador de fealdad, achaques, soledad y tristeza. Un vehículo pasó junto al de ella y se detuvo en la puerta de entrada. Debía ser un Uber, pues la pasajera viajaba en el asiento posterior. La vio descender con aires de emperatriz, cargar su mochila y entrar a las instalaciones mostrando la desenvoltura de una dueña. El chofer fue a estacionarse bajo una sombra, puso música de Vicente Fernández a todo volumen y sacó su periódico para leer. A Enedina le incomodó que aquel hombre pudiera observarla y, sin apenas darse cuenta, descendió del auto y se dirigió a lo que iba a ser su primer día en el club. Una ola de sueño la invadió cuando presentó su tarjeta en la recep-ción, pero hizo un esfuerzo y siguió adelante. Llegó al vestidor. “Esto no es muy elegante”, se dijo. La Emperatriz ya estaba en traje de baño y charlaba con un grupo de señoras de diversas edades. “Todas mayores que yo”, pensó Enedina y se sentó a contemplarlas con ojo crítico. Eran feas. Traían gorras de plástico y bañadores oscuros con piernita (muy de señora grande) que les daban un aspecto casi cómico. A esto se sumaban sus rostros sin pizca de maquillaje y los cuellos, que si algún día fueron hermosos, tenían piel colgando a ambos lados a modo de pequeñas cortinas. Con disimulo observó las panzas inflamadas o caídas, los senos diminutos o enormes que tenían dificultades para permanecer en su lugar, algunas piernas celulíticas, varicosas, arrugadas o con moretones... “¡Qué horrible es hacerse vieja!”, dijo para sus adentros y sintió el impulso de marcharse. Le pareció que asistir a ese gimnasio era como agruparse con señoras cuyos cuerpos le recordaban lo más temido y de-testable: la vejez. No quería ni imaginar a una futura sí misma en esas condiciones. “Júntate con bonitas y te sentirás como ellas”, solía aconse-jarle su madre en los lejanos días de la adolescencia. –¡Quién tuviera dieciséis! –dijo suspirando. Varios rostros se volvieron a mirarla. Con rencorosa sorpresa escuchó que las mujeres hablaban entu-siasmadas de un evento próximo. Una de ellas anotaba nombres en una lista. –¿Eres nueva? –le preguntó la Emperatriz a quemarropa, las demás no le quitaban los ojos de encima. Enedina se ruborizó–. ¿Quieres venir a dar el grito con nosotras? Será desayuno y también asistirán algunos maestros. Anímate, sirve que nos conoces. –Este... no sé... –respondió sintiéndose presionada por la media do-cena de mujeres que la observaban–. Es mi primer día... –Razón de más –insistió la Emperatriz–. Éntrale con nosotras de chapuzón. ¿Te apuntas? Cuesta cien pesos. –Bueno –aceptó sacando un billete de su bolso. Lo entregó. –¿Cómo te llamas? –preguntó otra de las mujeres, pluma en mano. –Enedina. –Contigo ya somos veinte –dijo mientras anotaba el nombre–. El desayuno va a ser a las diez en el salón de atrás. Las muchachas están preparando un bailable. Te vienes temprano para que las veas. Luego, desaparecieron todas juntas con rumbo a la alberca. Enedina quedó sorprendida; aún no llevaba media hora allí y ya le habían quitado cien pesos y se había comprometido a asistir a un desa-yuno. Un tanto confundida, deploró su poca fuerza de voluntad para decir que no. Leyó el aviso de que era obligatorio bañarse antes de entrar a la piscina. Mientras leía, por el espejo descubrió a una señora mucho más joven que ella, de cuerpo perfecto y músculos marcados, que se desprendía de la ropa con parsimonia como dando tiempo para que un público imaginario admirara su cintura envidiable y los tatuajes de colores que tenía distribuidos en la espalda. Con un movimiento automático, Enedina se envolvió en la toalla, vestida como estaba. De reojo advirtió que habían llegado otras mujeres y conversaban entre ellas mientras se cambiaban para asistir a clase. Huyó hacia la ducha, olvidando que se había propuesto hacer aparatos primero. Llegó a la alberca ya iniciada la clase de acquagym y se integró al grupo. Eran como quince alumnas. Un ejercicio seguía al otro sin descanso. Advirtió la soltura con que las demás realizaban los movimientos que a ella le costaban trabajo. Hubiera querido que nadie advirtiera su torpeza, pero el instructor la corregía personalmente. Con disimulo se volvió a mirar a la Emperatriz y su grupito; se veían felices y relajadas ejecutando las abdominales oblicuas. No podía creerlo, eran de mucha mayor edad que ella, ¿cuántos años tendrían? Debía averiguarlo. Sintió fatiga. Faltaba un cuarto de hora para que finalizara la clase cuando se salió de la alberca y fue a la ducha. Apenas estaba terminando de bañarse cuando llegaron corriendo las primeras para ganar regadera. No les habló, se hizo la que estaba muy concentrada en guardar sus cosas, prefería omitir cualquier comentario sobre su falta de condición física. –¿Entonces, te esperamos mañana? –le recordó la Emperatriz. –Si es tu primer día, tómate un Advil para el dolor de músculos –dijo otra desde su lugar–. Soy Nelly, hola. –Y yo soy Carmen –se presentó la que anotaba nombres en la lista–. Aquí te vas a sentir muy bien, este grupo es bonito. Se acercaron a estrecharle la mano y ella les correspondió. Aunque estaba sorprendida de que le dirigieran la palabra sin haberla conocido de otra parte, hizo una apresurada seña de adiós y se encaminó hacia la puerta. Llegó a casa agotada, se tiró sobre la cama y durmió dos horas. Cuando despertó, ya era tiempo de comer y no había cocinado nada. “Menos mal que no tengo obligación de marido ni de nadie, les habría quedado mal”, se dijo. Le dolían todos los músculos. “No sé qué gusto le encuentran a sentirse mal, ya no voy a volver”, murmuró mientras ponía en la estufa una sartén y freía dos huevos con jamón. Se sentó a comerlos. Masticaba con desgano su desayuno-comida pensando en su de-plorable situación. Por un lado, extrañaba horriblemente a Gustavo, su ex marido, y por otro, se sentía mejor sin él. Pero odiaba estar tan sola. No obstante, jamás aceptaba invitaciones de nadie y le molestaba pensar en salir. Su hija mayor le llevaba comida hecha y casi nunca la comía; tenía más de tres meses alimentándose con huevos fritos, chocolates y golosinas de bolsita. Estaba subiendo de peso. Acudió al médico para que le ayudara y detestó que le hubiera recetado ir al gimnasio y conocer gente. Entonces, tuvo una visión de sí misma como en el final de la vida, como si la línea del tiempo hubiera sido truncada y ya no le quedaran cosas lindas por vivir. Pensó que le había caído encima el temido futuro de fealdad, achaques, soledad y tristeza, ¡horror, no quería eso! –Nada pierdo con ir otra vez y ya está pagado –murmuró atemori-zada–. Voy a asistir al mentado desayuno nada más para ver con qué clase de cucarachas tendré que lidiar, no me creo tanta amabilidad. Contrariando su costumbre, salió de tiendas por la tarde; quería comprarse una falda o un rebozo o quizá unas trenzas. No era una activi-dad que le fascinara pero al menos la distrajo de los enconados pensa-mientos que solían atormentar sus tardes. La hora de dormir la sorprendió sin haber prendido el televisor. Ya en la cama, miró mensajes en su teléfono hasta que la venció el sueño. Al día siguiente, decidió no ir a la alberca para maquillarse con todo cuidado; quería ser la única bonita entre las feas. Llegó al club y en la recepción pidió indicaciones de dónde era el desayuno. Ya lo habían iniciado. Le sorprendió el lugar; en las paredes había largas tiras de papel con los colores patrios, y en las mesas, banderi-tas y arreglos hechos a mano. Al fondo, una piñata de picos. Su mayor sorpresa fue el gran número de señoras de todas las edades (muchas más jóvenes que ella) meticulosamente arregladas, vistiendo algo mexicano. No parecían las mismas. “¡Menos mal que vine maquillada, me habría sentido la más fachosa!”, pensó. Le hicieron lugar en una de las mesas, que estaban acomodadas en dos hileras y dejaban un espacio central donde cuatro mujeres ejecutaban un bailable, dos de ellas vestidas de charro y dos de china poblana. Las asistentes aplaudieron como si se tratara del espectáculo de Amalia Her-nández. Luego, varias se levantaron a bailar, entre ellas la Emperatriz. La música provenía de una grabadora noventera de las que ya no se usan. Notó la algarabía y que todas se veían contentas. –¿Café? ¿Café? ¿Lucita, café? ¿Teresita, café? –pasó ofreciendo Carmen. Enedina aceptó levantando el jarro que estaba en su lugar. –Lucita, Teresita... –observó ella–. ¡Todos los nombres en diminutivo! –De cariño –respondió Carmen. –¿Cómo se llama la que está bailando en medio? –preguntó a su ve-cina de lugar, señalando a la Emperatriz. –Es Pau, la más antigua de aquí y de las mayores; nada más las Chelas le ganan en años. –¿En serio? ¿Qué edad tiene? –Setenta y cinco, creo. –¡Setenta y cinco! ¡No puede ser, me gana con un cuarto de siglo! –exclamó sorprendida. –Si quieres admirarte más, voltea a ver a las Chelas –dijo Nelly se-ñalándolas, ambas estaban en su mesa–. Tienen ochenta y dos. Aquella es Chelita y esta es Chela, así las distinguimos. Tú, Chela, cuéntale que el día de tu cumpleaños te tomaste una foto y le pusiste dedicatoria. –Y se las mandé a todos –asintió orgullosa–. Le escribí: “A mis hijos y nietos, de su madre y abuela de ochenta y dos años, estrenando googles, gorra y traje de baño”. Enedina no podía creerlo; la mujer se veía de una edad indefinida y en muy buen estado. Además, era de las que había visto realizar todos los ejercicios en la clase de acquagym. Pau dejó de bailar y vino a sentarse a la misma mesa, en la silla de enfrente. Le dirigió la palabra. –¡Qué bueno que sí viniste! ¿Verdad que este grupo es bonito? Ella asintió con la cabeza. En ese momento llegaron dos instructores, hubo aplausos y les hicieron espacio en la mesa más alejada, cerca de la piñata. Enedina comenzó a preguntar nombres para aprendérselos. Alguien le llevó su plato, era de flautas y carne asada. “Nada del otro mundo”, dijo para sus adentros con actitud crítica. Luego, inconscientemente imitó a las demás y se puso a comer. –¿Y tu marido, Pau, por qué no entra? –preguntó Margarita. –Pensábamos que sólo habría mujeres, pero deja ir a hablarle –dijo y salió al estacionamiento. Regresó casi enseguida, acompañada del hombre que Enedina creyó era chofer de Uber, lo llevó a la mesa de los instructores y luego vino a su propio lugar. –Él no quería entrar, hasta que le dije que había más hombres –llegó diciendo Pau en referencia a su marido. –Come –le respondió Chela poniéndole su plato enfrente. Siguieron desayunando. La música sonaba fuerte. –Él es muy penoso –explicó Pau–, pero luego se anima. Yo le digo que uno viene a la vida también a divertirse, pues qué caray. Al rato voy a pedirle que cante, ¿ya lo han oído cantar? –Ay, Pau, lo haces como quieres. Déjalo que desayune –dijo Nelly. –No, tampoco, tampoco; nada más le sugiero –se defendió Pau. –Yo lo veo en las mañanas que está esperándote, muy paciente, ¿por qué no entra? –preguntó Chela. –Eso mismo le digo: pásate, métete al vapor, a nadar, a la camina-dora o a lo que sea. Él se niega. “Déjame que oiga mi música y lea mi pe-riódico, aquí nadie me molesta”, me responde, y se queda afuera. –A lo mejor no tiene ánimos. ¿Se mejoró de su cáncer? –intervino Margarita. –En eso estamos. Ya lo operaron y terminó diez quimios, la semana entrante le van a hacer estudios, quiera Dios que salga bien. –¿Y así cómo quieres que cante? –replicó Marcia. –Eso mismo me decía Vicky, una enfermera que ya no viene, me aconsejaba: “Pau, tu esposo está mal, tiene que guardar cama como todo enfermo y tu deber es quedarte con él, cuidarlo y mimarlo para que resista su enfermedad”. Pero yo a él le dije: “Mira, estamos vivos. Todavía. Ni tú ni yo hemos muerto. Podemos dejar que la enfermedad nos gane y ponernos muy tristes todos, también los demás de la familia, o aprovechar el tiempo que nos queda de la manera que más nos guste. ¿Qué opinas?”. –¿Y qué respondió? –Dijo: “Vamos a seguirle. Vivos. Hasta que se nos acabe”. Dejen, voy a verlo, creo que ya terminó de desayunar. Pau se fue y dejó su plato comenzado. Chelita, la que le ganaba por meses en edad a la primera Chela, tomó la palabra. –Esa Pau y sus ocurrencias, entre ella y Ale hacen el ambiente, son muy alegres. Al ratito van a verlas a baile y baile como chapulines y luego se quejan que les dan calambres, ¡cómo no, si no paran! –¿Quién es Ale? –preguntó Enedina que insistía en aprenderse los nombres. –Anda sirviendo, es de las organizadoras. Ella siempre trae su gui-tarra y cantamos. –Aquí es nuestro recreo –dijo Chelita–. Yo, si no viniera, estaría en mi casa platicando nada más con mi perra. Por eso vengo, para verlas a todas y divertirme. Habían terminado de desayunar. Carmen pasó a recoger los platos y los ponía en una gran bolsa negra, sin dejar de charlar con una o con otra. –Espérame, espérame, no he terminado –dijo Pau que acababa de regresar, reteniendo el suyo. –Trajimos karaoke, ¿quién se anima? –invitó Carmen–. Pao, dile a tu marido que cante. –Sí, claro, ¿ya, ya? Ahorita vengo –y se volvió a ir. –Por lo visto, Pau no piensa terminar de desayunar –dijo Chelita, y le tapó el plato para que no se enfriara más. Casi enseguida resonó en la fiesta una voz parecida a la de Vicente Fernández que sorprendió a todas. “Mujeres, mujeres tan divinas, no queda otro camino que adorarlas”. Aplausos. “Dicen que cojeaba de la pata izquierda y a pesar de todo siguió su aventura”, más aplausos. “Solamente la mano de Dios podrá separarnos”. Nuevos aplausos y voces animándolo a continuar pero nada más cantó tres. En seguida, muchas se levantaron a bailar. –¿Usted no baila, Chelita? –preguntó Enedina por hacer plática. Las dos Chelas contestaron a un tiempo que no. –¿Les duele algo? –ella tenía verdadera curiosidad por escuchar la respuesta. –Tú platícale –indicó la Chelita mayor a la menor–. Dile que te sa-caste una medalla en el maratón. –Sí, en mi categoría. –¿Cuánto corrió? –Si me sigues hablando de usted ya no te voy a contestar. –Perdón, ¿cuánto corriste? –Diez kilómetros. –¡Diez kilómetros! Enedina las escuchaba sin creerles del todo, le daban la impresión de estar fanfarroneando. –Y aquí la tienes –intervino Irma–, por eso se ve como se ve, es nuestra inspiración; si yo llegara a su edad con ese aspecto, me sentiría muy contenta. –Chela, platícales lo que te pasó con el profesor Román –dijo Nelly con una sonrisa maliciosa. –¡Ay, qué pena! –respondió la aludida cubriéndose el rostro con ambas manos, luego las quitó y siguió contando–. Estábamos en clase de acquagim y Román me preguntó: “¿Está usted bien?”. Le dije que sí. Al ratito otra vez: “¿Cómo va, bien?”. “Sí, ¿por qué?”. Entonces se acercó Pau a decirme quedito: “Se te están saliendo las señoritas”, y con los ojos me señaló el busto. ¡Qué pena, se me había desamarrado el traje! Rápido me tapé y le pedí a Pau que me lo volviera a amarrar, luego, ya nada más por decir algo, le dije: “Son niñas, no señoritas, están chiquitas”. Todas rieron y comentaban algo al mismo tiempo. Enedina las oía divertida y pensó que parecían chamacas en una escuela. “De viejo, uno se vuelve como bebé; pero tal vez esto sea distinto, se ven felices”, pensó. Nelly se levantó a tomar fotografías. Las pocas que todavía estaban bailando vinieron a posar. Duraron buen rato en los acomodos, producían mucho barullo. Al terminar, se sentaron en sus lugares unos instantes y en cuanto sonó la música volvieron a levantarse. –¿Y cómo sigue tu marido, Chela? –preguntó Nelly. –Él, igual. Ya tiene 92 años y se ha vuelto muy dependiente de mí, no quiere que me le aparte. Por las mañanas, antes de venirme espero a que llegue el enfermero a bañarlo y darle su desayuno. Aquí me despejo; si no, ya imagino cómo estaría de los nervios. –¿Cuántos años llevas en el club? –preguntó Enedina. –Unos diez. Pau es más antigua que yo, las demás se inscribieron después. Llegó un hombre mayor, muy delgado, acompañado por su esposa, se acercó a la mesa y saludó. Había muchas sillas vacías de las que estaban bailando. –¿Cómo están? –dijo haciendo ademán de sentarse–. ¡Qué guapas, ni las reconozco! –se volvió hacia su mujer y sonrió con picardía–, ¡como yo nada más las veía sin ropa! –¡Nacho, qué va a decir su señora! –protestó Chelita–. Pásenle, pá-senle, miren, allá están los señores, en aquella mesa –indicó la del fondo. La pareja fue para allá. –¿Quién es? –preguntó Enedina. –Es Nacho. Antes venía aquí y Bety lo enseñaba a nadar, pero luego ella se cambió a otro club y él la siguió. Bety también era nuestra maestra. –¿Él no sabía nadar? –preguntó Enedina sorprendida. –Aquí casi todas aprendimos grandes –respondió Chelita–. Yo le tenía miedo al agua y no me animaba a soltarme, daba vueltas a la alberca agarrada de la orilla, imagino que me afectó que de niña estuve a punto de ahogarme. No quería mover ni un dedo. Una hermanita mía sí se ahogó. –¿A qué edad aprendió usted? –A los setenta y cinco años. “A esa edad ya para qué”, pensó Enedina. –Es bonito aprender cosas y cambiar –dijo Chelita como si respon-diera a su pensamiento–. Mira yo, en un mes, me voy de viaje a España con Irma y varias de aquí. –¿Usted? –Enedina se volvió a mirarla con asombro–. ¿Sí se va a animar? –Animada ya estoy, ¿por qué no? Enedina había tenido presente todo el tiempo que se trataba de una anciana de 82 años; es decir, treinta mayor que ella. ¿Viajar a otro conti-nente? Lo consideraba inapropiado para esa edad. –¿No tiene usted marido, hijos, nietos? –objetó. –Marido, no; soy viuda. Hijos, sí, están avisados y me van a ayudar a pagar el viaje. También nietos. ¿Tú no vas? Anímate, todavía hay tiempo. Enedina oyó la invitación como si fuera para otra persona y se quedó callada pensando en que desde que su ex se fue, no había tenido ánimos para nada porque nada le hacía sentido; permanecía en casa rumiando su desventura. La mayor de sus hijas, Alfonsina, iba a visitarla y trataba de reanimarla. Sin éxito, porque ella cargaba adentro un dolor y un coraje tan grandes que no sabía cómo disiparlos. No le cabía en la cabeza que Gustavo, su ex, hubiera ganado. Injustamente, claro. Se marchó a formar otra familia como si la que tenía no valiera nada ni ella tampoco, y de seguro se daba la gran vida. Cuánto le gustaría que “la vieja esa” lo dejara y él regresara arrepentido, rogándole, suplicándole que lo dejara volver, para ella poder decirle que no y vengarse a gusto de todo lo que la había hecho sufrir. Las demás seguían conversando y no las escuchaba, sentía zumbidos en la cabeza, como si la tuviera llena de humo. De pronto, le molestó estar con un grupo que ni conocía, haberse reído como una tonta y comer tortillas enrolladas como una hambrienta. Se puso de pie. –¿Qué pasó? –preguntó Chelita. –Nada, me tengo que ir. Que sigan disfrutando su reunión. –¿No vas a quedarte a la piñata? Ya van a pegarle –intervino Nelly. –Es que me tengo que ir. Nos vemos luego. Ya en el auto, iba reprendiéndose a sí misma por haber accedido a asistir a una fiesta que para nada correspondía con su estado de ánimo, puesto que ella jamás se iba a recuperar de lo que le hizo su ex, ¡maldito poca vergüenza! Ni él ni sus hijas, Alfonsina y Frida, se percataban de lo grande que era la injusticia y cuánto la lastimaba. Por eso ella no comía, no dormía y no tenía ilusiones. “¡Qué injusto, qué injusto!”, repetía apretando las mandíbulas. Llegó a su casa, cambió de ropa, tiró las trenzas a la basura ocultándolas dentro de una bolsa de papel para que nadie las viera, se limpió el maquillaje, cerró las cortinas y se acostó. Poco después, entró su hija Alfonsina. –Mira, mami, te traje pollito –oyó que le decía. A duras penas abrió los ojos. –Ah, sí, déjalo en el refrigerador, gracias –dijo. –¿Tienes sueño? Levántate para que comas, te acompaño. –Ni hambre tengo, déjame dormir. –No, mamita, levántate, es de día. No puedes seguir así. –¿Y cómo quieres que esté? Ya mejor que me muera. ¡A nadie le importo, a nadie! –No digas eso. Estoy aquí y no me iré hasta que comas. –¿Has visto a tu hermana? ¿Le has llamado? –preguntó Enedina in-corporándose. –Anda muy ocupada pero pronto vendrá a verte. Dice que confía en ti y en que tienes la fuerza suficiente para recuperarte. –¡Sí, cómo no! Esa hija no viene ni me ha visto... le desagradan las tristezas. Alfonsina le ayudó a levantarse, la llevó a la mesa, le calentó y sirvió el plato. Ella apenas si lo picó pero tuvo buen cuidado de no mencionar el desayuno. –Guárdalo en el refri, no puedo comerlo, no me pasa –dijo en tono quejumbroso. Notó satisfecha la mirada de preocupación en la joven y pensó que sus hijas no se habían esforzado lo suficiente para evitar que Gustavo se marchara. Quizá viéndola cómo sufría iban a encontrar una manera de convencerlo y hasta forzarlo a volver. Alfonsina la vio meterse de nuevo en la cama y cerrar los ojos, se sentó un rato a mirarla y luego, creyendo que dormía, salió de puntitas, dejándola sola. Unos minutos después, Enedina se levantó enojada y decía en voz alta: “¡No tengo a nadie, a nadie le importo un cuerno!”. Encendió la televisión para ver una serie. Ya no le gustaban las telenovelas cursis donde los galanes se enamoraban hasta los huesos de la protagonista ¡puras mentiras! Ahora prefería un episodio tras otro de reyes y caballeros, intriga, acción y espadazos. Así pasó la tarde. Enedina había seguido asistiendo al club. Con el paso de los días se le disminuyó la repulsión de meterse a la alberca. “Si una gordota no siente vergüenza de salir en traje de baño, yo menos”, pensaba para darse ánimos. En cierta forma, contemplar los defectos y achaques de las otras la hacía sentirse en confianza. Además, observó que ninguna criticaba a otra ni le decían nada acerca de cómo se veía. Y lo que en verdad le agradaba era la sensación de ligereza de su cuerpo dentro del agua, como si estuviera nuevamente joven y delgada; podía estirar las piernas, levantarlas, moverlas hacia atrás y adelante como si fuera una bailarina. Muy di-vertido. El instructor las hacía trabajar sin descanso: “Regálenme treinta ab-dominales... Ahora pónganse sus googles y hagan veinte sentadillas su-mergidas...”. Las señoras hacían los ejercicios entre plática y plática. En ocasiones, el instructor las reprendía pero ninguna le hacía caso. Una vez, quizá impacientado, preguntó a un par de conversadoras: “¿Quieren que les traiga un cafecito?”. Una de ellas, Gela, le contestó sonriendo: “No nos estreses, Román; platicar forma parte de venir, queremos saludarnos y saber cómo estamos”. En las clases, casi todas parecían chiquillas indisciplinadas que en ocasiones imponían su voluntad sobre el instructor, como si con los hechos le dijeran: “Te obedecemos cuando queremos, y si no, no. A nuestra edad, solo hacemos lo que nos agrada”. Parecían disfrutar enormemente de esa autoridad, como la vez en que él les ordenó dar siete vueltas a la alberca. Ellas dieron un par, calladas, luego, como si de manera misteriosa se hubieran puesto de acuerdo, dijeron muy serias: “Ya acabamos”. Entonces Román preguntó: “¿Las siete vueltas?”. Una dijo en voz alta: “Sí. ¿Verdad que fueron siete?”. Y las demás: “Sí, claro, siete, siete”, y permanecieron tozudamente inmóviles esperando el ejercicio siguiente. Las clases de acquagym eran pesadas en cuanto al esfuerzo físico que exigían; sin embargo, las alumnas se encargaban de volverlas agradables y hasta cómicas, como si de fiestas se tratara. En una ocasión, la instructora dijo: “Ahora vamos a hacer un ejercicio de torpedo”. Las mujeres quedaron esperando que explicara en qué consistía, en eso se oyó la voz de Chela: “¿Torpedo? Yo soy experta solo en la segunda parte”. Las risas fueron generales. Otra vez, el instructor era Noé y preguntó en voz alta: “¿Todas traen googles?”. Ellas contestaron que sí. Entonces él miró con interrogación a Nelly, que aparentemente no los tenía, pero sorpresi-vamente los sacó de adentro de su traje de baño. Noé no aguantó la risa, y las demás comentaban riendo: “Como las viejitas de antes, así guardaban su monedero”. Nelly rio de buena gana con todas, no era alguien que se dejara intimidar con facilidad. Román era el que más se esforzaba por agradarlas y dirigirse a cada una en forma personalizada, sabía el nombre de todas y trataba de man-tener una disciplina holgada. Quizá pensó aplicar un castigo leve con gri-tar “hey, hey, hey”, cada vez que alguna llegaba tarde o se marchaba antes, pero se convirtió en lo contrario. Las señoras comenzaron a hacerle coro y Nelly fue la primera que aprovechó el ritmo de los “hey, hey, hey” para bailar afuera del agua imitando a una vedete. En algunas, esto se hizo costumbre pero no en Harumi; ella se tapaba la cara con la toalla y parecía escurrirse de lado hasta que entraba a la alberca. Nelly, en cambio, bajaba lentamente la escalerilla y ya adentro, abrazaba a sus amigas una por una informando en voz alta la temperatura del agua. Enedina se preguntaba si mostrarse tan indomables era un juego o una demostración de que habían dejado de considerar peligrosos a los hombres. En el vestidor, las mujeres seguían platicando. Allí ocurrían con-versaciones interesantes y transacciones comerciales de ropa, joyas, cre-mas, perfumes, viajes o lo que fuera. –¿No está prohibido hacer comercio aquí? –preguntó Enedina en voz baja a su vecina de banca. –Quién sabe –respondió la otra–, pero fíjate que nadie te ofrece nada ni te molestan. Si quieres conseguir algo, tienes que indagar quién lo vende y encargárselo. Un día, Enedina se enteró de que tenían un grupo en WhatsApp llamado “Chikuelas”. –¿Cómo hago para entrar a ese grupo? –se interesó. –¿Quieres? Deja decirle a Vero que te inscriba –contestó Nelly, que parecía tener contacto con todas. –¿Quién es Vero? –volvió a preguntar. –Una instructora que ya no viene pero sigue comunicándose. Ella comenzó con los desayunos de cumpleaños; antes ni nos juntábamos. A propósito, no te he visto en ninguno. Y nosotras, mira –le mostró fotos. Enedina las observó con evidente interés. –Son de un viaje a San Miguel de Allende –explicó Nelly–. En otro fuimos a Guanajuato. Nos gusta salir. –¿Ustedes son amigas? –inquirió Enedina. –Aquí nos hicimos –respondió–. A Mago, Marcia y Chelita, yo ya las conocía, paso por ellas para venir. -Somos las “Chicas de la banda del coche rojo” –dijo Margarita con cierto orgullo. -Son las “Chicas malas” –completó Chela. -¿Por qué “Chicas malas”? –preguntó Enedina. -Malas de las rodillas... de la espalda... –explicó Nelly-. A Marcia es a la que peor le ha ido, lleva dos operaciones y está en rehabilitación. -No, pues no –replicó Chelita-, yo preferiría ser de otra clase de chi-cas malas. -¿De las borrachas, de las drogadas o de cuáles? –preguntó Ale con malicia. -O de las “hombreriegas” –respondió Chelita. Todas las presentes rieron divertidas. Enedina se preguntaba si esas mujeres en realidad eran así de libres o hablaban de esa manera escudán-dose en la edad. No dijo nada. -Las demás, aquí nos hemos ido acercando –continuó explicando Nelly-. La que quiere se hace amiga y la que no, ni saluda. Cualquiera que guste es bienvenida. Este es un grupo bonito ¿no te parece? Enedina estaba intrigada y pensó: “Una de dos: o estas mujeres fin-gen lo que no es, o de veras se divierten ¡a su edad!, y tan mayores que son”. –Invítenme cuando salgan –pidió. –Mañana vamos a ir a Zapotlanejo. Si te interesa, te esperamos a las ocho en la puerta. Son ciento cincuenta pesos. –No los traigo –dijo como pretexto. Estaba indecisa–. ¿Cuándo sería el regreso? –Mañana mismo. Es de un día. Comemos allá, vemos lugares, compramos ropa y nos venimos. –Si puedo, aquí llego –dijo con duda. –Necesitas confirmar. –Bueno –dijo, y se fue para su casa. Durante el día encontró mil pretextos para no ir al viaje. Coincidió con que sus dos hijas fueron a visitarla. Ella les contó algo de sus expe-riencias en el club. –Allí te hacen una invitación tras otra –comentó–. Si yo dijera que sí a todas, nunca estaría en mi casa. –¿Y por qué no vas? Te haría bien salir –sugirió Alfonsina. –Conoces mi estado de ánimo, no creo que me sintiera a gusto. ¡Ni sabría qué hacer! –¡Divertirte y dejar atrás tus amarguras! –exclamó Frida, que había accedido a visitar a la madre a instancias de su hermana–. Es más bonito ser una persona contenta. Enedina se mostró dolida. –¡Eres una insensible! –le reprochó–. ¿Crees que estoy así por mi voluntad? –¿Entonces por la de quién? –respondió la hija sin inmutarse. Alfonsina jalaba del brazo a su hermana con disimulo queriendo detenerla, pero la chica siguió hablando –Olvida ya lo que pasó y tú sigue viva –dijo–. Sí, sí, ya sé que mi papá nos dejó y todas lo sentimos, pero estaríamos locas si nos dedicáramos a pagar por sus pecados. Alfonsina se veía medrosa o preocupada. En un lenguaje sin palabras soltó a la hermana y se aproximó a la madre, evidenciando de qué lado estaba y a quién apoyaba. Frida no se amilanó. –Dejen que él se condene solo, si merece condenación, y ustedes no se hagan la vida más pesada. –¿Que se condene? Pero si no ha muerto –protestó Alfonsina. –No, y está donde quiere; en cambio ustedes... El regaño abarcaba a las dos y ambas abrían desmesuradamente los ojos, incrédulas de lo que estaban presenciando. La madre empezó a res-pirar con dificultad como si se ahogara. La mayor fue corriendo por un vaso de agua, la menor cruzó los brazos y siguió en su sitio. Nadie hablaba. Pasaron unos minutos de gran tensión en los que la madre tosió sin parar. Luego que dejó de hacerlo, clavó los ojos en Frida y le dijo en tono de reproche: –A ti no te gustan las tristezas. A mí tampoco y nunca anduve bus-cándolas, pero si la persona en la que pones tu confianza te falla... –Pues le retiras la confianza y ¡a la chingada! –interrumpió Frida. –¡En mi casa no se dicen majaderías! –protestó la madre. –Okey –la hija se acercó unos pasos y bajó el tono de voz–. Mira, no eres la primera ni la última mujer que pasa por lo mismo, tienes que su-perarlo y recuperarte. Perdóname que te lo diga pero da tristeza verte de-rrotada. ¿Te gustaría vernos igual a nosotras si nos sucediera lo mismo? No lo creo. ¡Levántate y vive! –Te oyes como meme de autoayuda, todos los días mandas frases de esas por el celular –replicó Alfonsina enojada. –¡Ojalá les sirvieran! –contestó Frida irguiéndose. –Aburres –dijo la mayor. –Pues no los leas. O bórralos. La madre miraba desconcertada a su hija menor. La sentía cruel, fría, ingrata, incapaz de comprenderla y compadecerla. De pronto, vino a su mente el recuerdo de lo que hizo Pau cuando al marido le diagnosticaron cáncer y prácticamente le exigió fingir estar bien para no entristecer a la familia. ¿Habría sido eso lo mejor? Cierto que ella no padecía cáncer, pero sufría demasiado. Quizá estaba sobrecargando a sus hijas con su dolor. En la mente buscaba una respuesta que la justificara. No la encontró y se puso a llorar. Frida se acercó y la rodeó con sus brazos, ante la mirada sorprendida de Alfonsina. –Mami, no creas que no te comprendo –dijo con dulzura–. Es duro pero hay que ponerle un final, de veras. Podemos tener un buen futuro. Enedina se apoyó en el pecho de su hija sollozando, luego murmuró con voz distorsionada: –¡Hago lo que puedo, yo hago lo que puedo! Ninguna se movió de su lugar. Poco después la madre, algo más calmada, dijo: –Les prometo que ya estoy mejor. –Eso no es promesa, estás o no estás –replicó Frida. La madre no la escuchó, estaba sorprendida de lo que ella misma acababa de decir; medio año atrás se habría empecinado en lograr el apoyo de sus hijas en contra del padre, y ahora intentaba demostrar su propia fortaleza. Alfonsina imitó a la hermana y también abrazó a la madre. Así permanecieron varios minutos, hasta que los sollozos cesaron. –No quiero que me piensen débil –dijo la señora sin romper el abrazo–, ni que ustedes vayan a sentirse un día como yo me he sentido. Por favor, ténganme paciencia, es posible que necesite tiempo. –Despreocúpate –respondió Frida–, tiempo es lo que siempre hay, menos cuando uno se muere. –Me alegro de no haber ido hoy a Zapotlanejo y estar con ustedes –dijo Enedina deshaciendo el abrazo y dirigiéndose al refrigerador–. Tengo helado, ¿quieren un poco? Sirvió tres copas bien colmadas y se sentaron a saborearlo, las tres expresando por turnos su temor a engordar. Hacía mucho tiempo que no estaban juntas. –¡Ni modo! –exclamó Frida–, dicen que lo que a uno le gusta siempre engorda, es pecado o hace daño. Por un día no pasa nada, estamos de vacaciones de buena conducta. Llegó diciembre y en el club organizaban una posada, Carmelita cobraba las cuotas e iba anotando nombres en una libreta. Todos los días, en clase, les recordaba la fecha y la hora. –En lugar de intercambio de regalos –decía cada vez–, qué les parece si traen una bolsa de dulces para la piñata y los aguinaldos. Estoy pre-parando unos muñecos muy bonitos. Llegó el día. Enedina decidió asistir. Esta vez no se sorprendió del arreglo de las señoras, ya lo esperaba y se había levantado temprano para maquillarse, estar presentable y sentirse a la altura. La reunión fue en el salón de danza del club, como de costumbre. Ahora la decoración se en-contraba en las mesas; en cada lugar había un mono de nieve con bufanda roja, lleno de dulces. Las señoras traían gorros de Santa Claus y bufandas rojas. La piñata estaba colgada en el centro. Enedina había sido de las primeras en llegar y pudo elegir el sitio para sentarse, con Nelly y las amigas, las dos Chelas, Irma y Pau. A las demás también las conocía pero su mayor interés era conversar con Pau y Nelly; los esposos de ambas tenían enfermedades serias y ella quería in-vestigar cómo les estaba yendo y cuáles eran sus métodos para lidiar con algo tan pesado. Tenía que encontrar el momento, porque las dos eran de las más bailadoras. Sirvieron café, tamales y champurrado. Pronto, el centro de la mesa lucía atiborrado de hojas revueltas con los monos de nieve. Carmen, Ale y Margarita iban y venían ofreciendo, sirviendo y recogiendo hojas. Las conversaciones eran animadas. –¿Y cómo está tu marido, Pau? –preguntó Enedina en cuanto tuvo oportunidad. –Bien, muy bien, cada día mejorando. –¿Ya no tiene cáncer? –preguntó Marcia con cara de incredulidad. –No, ya no –respondió Pau. –¡Qué bueno! ¿Lo dieron de alta? –preguntó Enedina emocionada. Quería creer que en verdad la buena actitud ayudaba en las enfermedades. Ella estaba haciendo todo lo posible por mejorar su ánimo y cuando llegaba a la alberca decía para sí misma: “Estoy llenándome de vida y de energía”. Se sentía menos depresiva que de recién llegada. –Todavía tiene que ir a revisión cada cuatro meses –respondió Pau–, esperamos en Dios que siga muy bien. –¿Y tu esposo, Nelly? –Mejor, en cuanto cabe, porque ya no tiene cáncer, pero sigue bajo control médico. –Ojalá se recuperen del todo –dijo Enedina con sinceridad. Había aprendido a sentir afecto por esas mujeres que no eran sus familiares y le habían impresionado por su manera de bregar con las difi-cultades. Tenía que animarse a preguntarles cuál era su método y cómo hacían para vivir alegres, mientras en su vida había verdaderas tragedias. Tomó aire y soltó su pregunta. –¿Cómo hacen para seguir contentas, a pesar de todo? Se hizo un gran silencio. Pau suspiró antes de responder. –Pues cómo, viviendo al día. Cada que me despierto y veo a mi lado a mi marido, digo: “Todavía lo tengo, vamos a ver qué hacemos de bueno”. –Igual yo –dijo Nelly–. Despierto y pienso: “Un día más; podíamos habernos muerto ayer”. Y luego, a darle a lo que se presente. –Las admiro. No sé si yo podría hacer lo mismo –dijo Enedina. –Ni le pienses –repuso Pau–. No hay para qué estar vislumbrando desgracias. Si hoy estás bien, estás bien. Mañana, Dios dirá. –Dios dirá –asintió Enedina pensativa. No podía creerles del todo. Dejó que su duda saliera en palabras antes de reflexionarla y preguntó–: ¿Están seguras que no se trata de mujeres infelices fingiendo que son feli-ces? Se arrepintió enseguida de su franqueza pero ya lo había dicho. Pau se puso seria, se veía que estaba escogiendo cuidadosamente la respuesta. –Lo que dices anda cerca de ser exacto, pero no finjo; me esfuerzo por estar bien. Nado contra la corriente. Si no lo hubiera hecho así, mi marido y todos en casa nos habríamos dejado ir a la desesperación. No estoy negando la gravedad de lo que nos pasa, intento que le robemos a la vida ratos agradables para poder resistirla. Enedina suspiró en silencio y miró al grupo pensando que le gustaba estar entre esas mujeres, simplemente juntas, divirtiéndose, no ávidas de romance ni erotizadas, sin competir. Ninguna se veía arreglada para algún hombre. Tampoco parecían sometidas a que alguien les dijera si se veían bien o mal o qué podían hacer, como si al cruzar la puerta del gimnasio se dijeran: “Este tiempo es para mí, no al servicio de nadie” y la justificación de su existencia comenzara y terminara en sí mismas. Estaban donde querían estar, esa era la belleza del asunto. Quizá, cuando volvieran a sus casas, retomarían sus roles de siempre o tal vez no; lo interesante consistía en que se daban la oportunidad de sentir y convivir a sus anchas, sin aparente tristeza por envejecer. “Es horrible estar triste todo el tiempo”, se dijo. En ese momento se acercó Margarita con un palo en la mano. –La piñata está lista, quién quiere, quién quiere... vamos, vamos, a la piñata –parecía pregonero de los que venden cosas por la calle. Todas se levantaron e hicieron rueda. –Yo, yo –se ofreció Enedina. Le entregaron el palo y con él descargó varios golpes sobre la piñata con toda su fuerza; sentía que estaba dicién-dole a la vida que nada iba a derrotarla.

CREAR IDEAS QUE NO EXISTEN

Muchas veces he dicho que para cada persona lo que cree es cierto, sin que importe lo equivocada que pudiera estar. Lo cree. Que la mayoría de nuestras creencias nos han sido inculcadas por nuestros padres, la escuela, la cultura o la propaganda. Que dichas creencias nos mueven y motivan. Que si las seguimos sin reflexionar acerca de su contenido y consecuencias, seremos como robots programados para repetir una y otra vez la misma conducta aprendida. Que tenemos la capacidad de pensar y crear ideas nuevas, ideas que no existen. Que cuando tenemos ideas nuevas los demás suelen vernos como bichos raros, porque nos apartamos del “sentido común”. El “sentido común” suele ser un conglomerado de creencias compartidas por un grupo y se espera que todos las acepten. Quienes no lo hagan serán castigados con crítica, señalamientos, murmuraciones, condena, ostracismo, aislamiento y en casos mayores, cárcel y hasta la muerte. Hay creencias que tienen siglos y milenios de antigüedad, por ejemplo, la de que es forzoso que unos humanos dominen a otros, tengan derecho a mayores privilegios y determinen cuáles pensamientos y conductas serán considerados correctos y cuáles equivocados. La idea de la libertad personal es relativamente nueva y donde aparece crea grandes disturbios. Ejemplos de ideas nuevas fueron, en su momento, las de la Revolución Francesa: “libertad”, “igualdad” y “fraternidad”. Antes de que las inventaran y debido a la alianza que había entre el clero y los reyes, se creía que la autoridad provenía de Dios y era total; por lo tanto, siendo los reyes dueños de todo, lo distribuían entre sus cercanos y defensores, los nobles. La demás gente debía pagar por sembrar la tierra o vivir en ella. Hubo quienes se negaron a pagar o no tuvieron oportunidad de hacerlo por diversas causas y para sobrevivir se dedicaron al comercio: los burgueses. Muchos se hicieron ricos y de todos modos eran despreciados. Todavía hoy, algunas personas se enojan si las llaman burguesas. Con su dinero hicieron contrapeso al poder de los reyes y del clero y apoyaron las ideas de que la autoridad viene del pueblo y todos somos de igual dignidad. Gran cantidad de gente murió durante el cambio de creencias y, sin embargo, las nuevas no derrotaron totalmente a las antiguas: siglos después, se sigue buscando un soberano que sea el dueño de todo, lo regule y lo reparta. Me refiero al estado. Y se sigue despreciando a los ricos (aunque se les rinda pleitesía y en el fondo se les envidie), culpándolos de todos los males existentes. Lejos de mí está el tratar de defender a los ricos, de ellos no creo que sean santos y tampoco que estén libres de la creencia que estoy describiendo, que es forzoso que unos humanos dominen a otros, tengan derecho a mayores privilegios y determinen cuáles pensamientos y conductas serán considerados correctos y cuáles equivocados. Esta creencia en la dominación la tenemos tan arraigada en nuestras mentes que no se nos ocurren ideas nuevas acerca de cómo formar un mundo de humanos solidarios, compartidos y respetuosos. Entregamos a otros o a caudillos la responsabilidad de lograrlo (aunque sea por la fuerza) y con ello confirmamos la fe no en la libertad y responsabilidad personales, sino en que la dominación es necesaria, como si los dominados fueran niños incapaces de responder por sí mismos o inferiores. Tenemos necesidad de crear ideas que no existen acerca de la organización social y las interacciones humanas. O tal vez ya existan en las mentes de unos pocos, y a esos los consideremos bichos raros porque no se atienen al “sentido común” de la dominación forzosa. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 12 de octubre de 2020

LIBERARNOS DEL MIEDO Y EL TERROR

No sé si muchas personas sintieron lo mismo que yo cuando se anunció la pandemia en todos los medios de comunicación. Era una perspectiva aterradora, las noticias contradictorias e incluso los médicos se mostraban desconcertados. El contagio se veía como un pasaporte seguro para morir. Recuerdo haber sentido un susto atroz. Han pasado ya seis meses de confinamiento. Por desgracia ha habido muchas muertes pero también hemos sido testigos de numerosas recuperaciones y casos en que la afección fue leve, a veces imperceptible; o sea que, aunque te contagies, hay esperanza de que no mueras y te salves. Y las instrucciones para protegernos son claras: lávate las manos con frecuencia, guarda la sana distancia y usa cubrebocas. Si lo que dicen algunos expertos es verdad y el COVID-19 nunca se irá, tendremos que aprender a convivir con él de la misma manera que convivimos con el dengue, la influenza y las gripes estacionales. Lo mejor que podemos hacer es cuidarnos y conservar buena salud. La buena salud no solo consiste en evitar el COVID-19, son muchas más las cosas que necesitamos para estar bien. Aparte de la buena alimentación, exponernos regularmente al sol, hacer ejercicio, descansar lo suficiente y contar con todo aquello que satisfaga nuestras necesidades básicas de hambre, sed, sueño y sexo, necesitamos cuidar nuestra salud mental y social. Es triste comprobar que, en el confinamiento, una y otra están siendo descuidadas. Los problemas de esta índole no solo amenazan, ya están aquí: personas crónicamente asustadas, deprimidas, desmoralizadas, sin ánimos, sin dinero, con la sensación de estar perdidas y no encontrar la salida; parejas enemistadas, familias nerviosas que se la pasan peleando; adultos, jóvenes, adolescentes y niños sin roce social significativo que los salve de la sensación de soledad y abandono, y la lista puede prolongarse. Es momento de hacer un alto y planificar la recuperación del bienestar perdido. El paso inicial es mirarnos, cada uno a sí mismo, con amor. “Querido cuerpo, te doy esta comida con amor”, “te ejercito porque te amo”, “mereces ser amado y soy la primera persona interesada en amarte”. Si repetimos en nuestra mente que queremos amarnos y merecemos amor, pronto este sentimiento penetrará en nuestro interior y nos convertiremos en personas amorosas que enfrentan las dificultades diarias amablemente. Luego, casi sin darnos cuenta, nuestro amor comenzará a derramarse en nuestro alrededor y a endulzar a las personas agrias. Es lindo convivir con alguien que está en armonía consigo mismo, también en las situaciones difíciles. Hoy que el planeta entero está en shock y la humanidad ha sido sorprendida con esta calamidad inesperada, las semillas de amor, paz y confianza que podamos sembrar son de suma importancia. Puede ser que tarden en germinar y dar su fruto y no veamos los resultados de inmediato pero ahí estarán, listas para brotar en cuanto lo permitan las circunstancias. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 5 de octubre de 2020

NIÑOS FATIGADOS

La pandemia y el confinamiento nos afectan a todos de manera irrenunciable, niños y adolescentes incluidos. Estos últimos se han encontrado con un cambio increíble de mentalidad: después de que los adultos aseguraban que tanta dependencia de la pantalla iba a hacerles daño, de pronto, se volvió obligatoria: las clases son virtuales y durante al menos 6 horas deben permanecer conectados a fin de aprender. Las clases virtuales han sido una solución increíblemente creativa para que la educación no quedara interrumpida por la pandemia. Alumnos, maestros y padres de familia, sobre todo madres, han debido hacer un esfuerzo enorme y muy meritorio al adaptarse a la tecnología, incluso en aquellos casos en que se habían mostrado reacios a ella. Es probable que dicho esfuerzo sea más significativo en los adultos que en los menores, que ya estaban familiarizados con lo electrónico y lo virtual. Todos merecen un reconocimiento especial de felicitación, cada uno por lo suyo. Junto con el reconocimiento cabe la petición de que los docentes disminuyan un poco el fervor con que enfrentan sus cometidos. Cuando comenzaron las clases virtuales, se habló extendidamente de que los maestros no dejarían tareas y el tiempo de estudio se reduciría a las horas de clase, tiempo ya de por sí muy fatigoso; sin embargo, la buena voluntad de algunos por lograr que sus alumnos aprendan los ha llevado a olvidarse de esta recomendación y encargan deberes fuera del llamado “trabajo autónomo” para “antes de las ocho de la noche”. Es loable tal buena voluntad, pero hay un factor que está siendo puesto de lado: los alumnos (y las madres de familia que los asisten) también requieren tiempo de descanso y relajación. Actualmente está prohibido el trabajo infantil, y muchos niños están ocupados desde las 8 de la mañana hasta las 8 de la noche (12 horas) con labores escolares. Aun en los casos en que lo anterior no es exacto, ya 6 horas de trabajo continuado frente a la pantalla arrojan como resultado a niños y adolescentes fatigados, lo cual no para allí. En otros tiempos, los padres tenían un respiro cuando los hijos asistían a la escuela; hoy no. También ellos están fatigados. El estrés aumenta. La resistencia disminuye. Una contrariedad que en otras circunstancias habría levantado pequeñas olas, en esta se vuelve casi un maremoto. Las relaciones familiares sufren menoscabo y sus miembros se muestran poco felices. La probabilidad de que aparezca la violencia familiar aumenta. Puede que suene irresponsable aconsejar que se disminuya la exigencia y se amplíe la tolerancia, pero es indispensable subrayar que el conocimiento intelectual no lo es todo en el ser humano; la parte afectiva necesita ser apreciada en su justo valor. Urge darse cuenta de que las clases virtuales despojan al tiempo escolar de otros ingredientes sumamente importantes como son la convivencia y la socialización. Los alumnos no pueden comunicarse unos con los otros, muchas veces ni conocer los nombres de sus condiscípulos; no hay lugar para un chascarrillo o alguna travesura que aligere el aprendizaje. Todo se realiza con una seriedad que cuadraría bien con un monasterio de adultos, no de niños ni de adolescentes. Me habría gustado que las clases presenciales se hubieran permitido antes de que se abrieran los bares y las cantinas. Con las debidas precauciones, claro está. La mitad de los alumnos podría reunirse en su aula en un horario, y la otra mitad en otro, para respetar la sana distancia entre ellos. Y que puedan hablar, saludarse, incluso tener desavenencias tal como sucede en la vida real, porque todo esto es un aprendizaje valioso. Cuando las clases se vuelvan presenciales, es posible que podamos comprobar que los niños tienen mayor dificultad para socializar que antes del confinamiento, porque absolutamente todo lo que vivimos tiene consecuencias, también el estar privados de la cercanía de nuestros semejantes. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 28 de septiembre de 2020

LA MISERICORDIA ¿Qué es la misericordia? Es la actitud compasiva y bondadosa que se muestra a una persona que sufre, al momento de ayudarla. En determinadas ocasiones, es la virtud que impulsa a ser benévolo en el juicio o castigo. Viene del latín misericordia, formado de miser (miserable, desdichado), cor, cordis (corazón) y el sufijo -ia. Se refiere a la capacidad de sentir la desdicha de los demás y aliviarla. Esta hermosa palabra está casi desaparecida en los textos y el lenguaje contemporáneos, como si fuera demasiado antigua o poco importante. En cambio, el término “justicia” está de moda. Misericordia y justicia no son antagónicas. La justicia afirma: “Merecido lo tiene”; y la misericordia: “Así es, pero quiero mitigar el sufrimiento”, porque la misericordia no niega el mal, tampoco lo disculpa; lo reconoce y a pesar de eso, ayuda, perdona, a veces incluso ama. Es posible que no utilicemos esta palabra porque intuimos lo exigente que es. Se distingue de la piedad y de la lástima en que reconoce una igualdad entre quien otorga y quien recibe el perdón o la ayuda; en cambio, la piedad y la lástima incluyen un sentimiento de superioridad o de desdén en quien las siente. La misericordia no pierde de vista la dignidad de quien recibe el don. Si con alguien necesitamos ser misericordiosos es con nosotros mismos. Sufrimos, conocemos nuestros errores, los recordamos, tenemos culpabilidad por ellos, nuestro juez interior es implacable y consciente o inconscientemente nos castiga por las equivocaciones que hemos cometido, ya sea con baja autoestima, fracasos, depresiones, accidentes o un dolor difuso que nos impide disfrutar del presente. Entonces, nos urge tener misericordia. La misericordia perdona y absuelve. Si con justicia vivimos dolidos, enojados o humillados por algo que hicimos o nos hicieron, la misericordia dice: “Se acabó. Tus sentimientos son justos, mereces lo que sientes, pero yo perdono y absuelvo. No más sufrimiento por lo que pasó, eres libre”. A pesar de que los humanos buscamos la felicidad, solemos resistirnos a tener misericordia con los demás y con nosotros mismos. En ocasiones sentimos que no es justo que el pecado se quede sin castigo y así es, jamás se queda sin él; las consecuencias mismas suelen ser penas muy duras. Sin embargo, la misericordia puede aliviarnos de gran parte de ellas mediante el perdón. La persona necesita decirse: “Quiero ser misericordiosa conmigo”. Entonces, puede perdonarse, lo cual es distinto a buscar disculpas o justificaciones de los errores. “Estuvo mal, lo hice yo, y me perdono”. Cuando se logra, viene la paz interior. “Estoy en paz conmigo y lo que soy”. Una vez que nos perdonamos a nosotros mismos y experimentamos la serenidad que esto produce, es probable que decidamos ser misericordiosos con los demás y perdonarlos. A nuestros padres, hijos, parejas, ex parejas, amigos, vecinos, colaboradores, conocidos y todos aquellos por los que hemos estado sufriendo. La misericordia dice: “¡Basta de sufrir, la cuenta queda saldada!”. Y no será necesario, tal vez ni siquiera prudente, decir a los interesados: “Yo he sido misericordioso contigo y te perdoné”. Se trata de aliviar el propio dolor. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , o al teléfono 7 63 02 51

lunes, 21 de septiembre de 2020

ESTAMOS CAMBIANDO

Todos hemos vivido en ambientes distintos. Un medio ambiente es algo así como un caldo de cultivo en el que crecemos, tomamos lo que ahí está, y dejamos algo de nosotros. ¿Tomamos todo? Por supuesto que no y sería imposible definir posteriormente con qué nos quedamos y cómo lo hicimos. Una analogía bastante burda sería compararnos con un alimento cocinado en un recipiente con sal u otros condimentos; sigue siendo lo que es pero toma los sabores que encuentra, sin convertirse en ellos. Es decir, no se volverá sal, ajo, tomillo u otras especias. Nuestro primer ambiente fue el útero. De él salimos ya con experiencias: las de mamá. No significa que entendamos lo ocurrido, solo que conocimos cómo es la paz, la alegría, el amor, el miedo, el rencor, el desasosiego o lo que sea que ella vivió mientras nos llevaba dentro. Más tarde, tendemos a volvernos expertos en dichas experiencias y a buscarlas como a lo conocido. Hay personas que viven con una angustia constante aunque no haya un motivo actual para experimentarla. Dicen: “Siempre tengo miedo y no sé a qué”. No es de mucha ayuda saber que así vivieron su gestación, salvo si son capaces de decir desde el alma: “Esta angustia no es mía sino de mi madre. Por amor a ella la he tomado como mía, pero ya no me es útil. Querida mamá, con todo mi amor y con todo mi respeto te la devuelvo y yo quedo libre”. Tuvimos otros ambientes: la familia, la escuela, el vecindario, la televisión, etc., etc., y de ellos también tomamos algo que nos ha hecho como somos. Prácticamente, al llegar a la adolescencia ya teníamos grabados en nuestro cerebro millares de programaciones con mandatos, permisos, tabúes, recetarios de comportamiento, hábitos y costumbres que nos empujaban a vivir en armonía, o en guerra, con los demás y con los acontecimientos. Y ya teníamos una opinión sobre nosotros mismos que rara vez nos preguntamos porque no era consciente ni racional, solo estaba allí. La adolescencia fue la primera oportunidad para modificar lo que nos había sido dado y que adquirimos como una forma de sobrevivencia y casi sin darnos cuenta. El adolescente quiere cambiar al mundo, vivir de una forma diferente a la que aprendió, y es frecuente que desencadene una lucha entre él y los mayores. Algunos autores señalan que es hasta los 40 años que los humanos adquirimos una consciencia más clara de lo que es la vida y podemos hacer cambios reales. Las crisis también son medios ambientes. Suelen ser novedosas y oportunidades estupendas para hacer cambios. Por ejemplo, el confinamiento por la pandemia es novedosa: nadie imaginaba que viviríamos una situación así. Nos influye grandemente y nos fuerza a inventar formas distintas de sobrevivencia y de salud mental. En las crisis, uno cambia o perece. Los humanos luchamos instintivamente por la vida y la felicidad. ¿Qué maneras de ser comunitarias generará esta emergencia que vivimos? No podemos saber, sólo imaginar. La confianza en la creatividad humana puede tranquilizarnos y tal vez incluso alegrarnos de vernos obligados a trascender este tiempo de cambios y ser la generación que aportó a la humanidad no sabemos cuántos descubrimientos y despertares que le hacían falta. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

lunes, 14 de septiembre de 2020

TRASCENDENCIA Y AUTORREALIZACIÓN

“Compaginar las crisis y el sufrimiento humano con el crecimiento personal es un arte; se llama trascender”. La pandemia y el confinamiento nos han cambiado la vida de una manera que nunca hubiéramos podido imaginar. Nos hemos visto privados de cosas tan simples y esenciales como salir de casa, pasear, reunirnos con los amigos, abrazar... Muchos han perdido su empleo y otros, a un ser querido. Personas se han referido a esta experiencia como “una guerra mundial sin balas”. Necesitamos sobrevivir y trascender a lo que está ocurriendo. Para entender los conceptos de trascendencia y autorrealización desde el marco de las ciencias de la salud mental, vale la pena remontarse a uno de los genocidios más grandes en la historia de la humanidad: El Holocuasto, Shoá, Endlösung o Solución Final. Cualquiera que sea el nombre designado, este acontecimiento pone de manifiesto por un lado la vulnerabilidad humana, y por otro, la capacidad de sublimar el dolor o sufrimiento y amar. De esta historia de crueldad y odio hacia otros seres humanos, sobrevivieron personas que compartieron su legado de dolor convertido en aprendizaje ante las crisis, las pérdidas y las situaciones en donde la vida estuvo al límite. Tal es el caso del psiquiatra Austríaco Víctor Emil Frankl, autor del libro “El hombre en busca de sentido” que se publicó por primera vez en 1946 en Alemania, vendió millones de copias y cambió la vida de muchos lectores. Frankl relata vivencias personales en un campo de concentración de Auschwitz: “Su solo nombre evocaba todo lo que hay de horrible en el mundo: cámaras de gas, hornos crematorios, matanzas indiscriminadas... A un hombre le pueden robar todo menos una cosa: la última de las libertades del ser humano, su elección de la propia actitud ante cualquier tipo de circunstancia, la elección del propio camino.” Después de haber vivido tan dramática experiencia, el Dr. Frankl se interesó en investigar y descubrir un método de intervención terapéutica denominado Logoterapia, que es una modalidad centrada en el sentido a la vida. Este procedimiento es vigente en un mundo que padece un gran vacío existencial y se manifiesta en altos índices de adicción, violencia, depresión y suicidio. Otra sobreviviente del Holocausto es la doctora en Psicología Edith Eva Eger, quien escribió “La Bailarina de Auschwitz”, texto inspirador que pone de manifiesto la fe y esperanza de seguir viviendo aunque internamente la persona sienta que la vida se acaba. Su lectura se recomienda para quien perdió un ser querido durante el COVID-19. La doctora Edger relata su terrible experiencia en los campos de concentración. Ella fue entrenada de niña en ballet y gimnasia; luego, prisionera en Auschwitz, obligada a bailar y ser usada para entretenimiento personal de los nazis, en especial del tristemente famoso Dr. Mengele Josef. Edith tenía que bailar para el hombre que había mandado matar a su padre. La doctora Eger se especializó en personas que sufrían trastorno por estrés postraumático, ayudó a mujeres víctimas de violencia doméstica, así como veteranas de la guerra de Vietnam. “Auschwitz me dio un regalo: el poder guiar a la gente en su camino ayudándolos a su adaptación”. Ambos personajes coincidieron en un mundo de crueldad y desolación. Fueron capaces de trascender desgarradoras experiencias de dolor, como saber que su propia familia moría asfixiada en cámaras de gas, o dejar de comer el pequeño pedazo de pan duro para compartirlo con otro que agonizaba. Las experiencias de vida tanto del Dr. Victor Frankl como de la Dra. Edith Eger nos encienden una luz de esperanza y de posibilidades que ante situaciones catastróficas donde la vida pareciera no tener solución; siempre habrá nuevos caminos que emprender. Agradezco la colaboración de la Psic. Irma Campos Escalante, directora del Instituto de Desarrollo Humano de León, A.C. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com

MAMÁ DISCUTE CON SU HIJA ADOLESCENTE

¿Te has preguntado por qué a veces es tan difícil llevar una buena relación con tu hija adolescente? ¿Dónde quedó aquella niña dulce, amorosa y obediente que de pronto creció y se muestra como una jovencita irritable, retadora, apática, encerrada en su cuarto y dispuesta a llevarte la contraria en todo? Con o sin confinamiento, la relación madre-hija es una de las más complejas que existen, pues te hace enfrentarte contigo misma y todo lo que dejaste sin resolver de tu propia adolescencia. Tal vez has tratado de educarla como a ti te educaron, con valores, disciplina, confianza y amor, y todo iba bien con tu niña hasta que un día todo cambió y te enfrentas con una jovencita que te hace cuestionarte tus creencias, tus acciones y tu autoridad en una constante actitud retadora, buscando razones sin importar respuestas, exigiendo derechos y libertades para las que aún no tiene conciencia de las consecuencias. Lo más fácil sería ceder y evitar las discusiones, pero ¿sabes qué? Cuanto más caótica es la relación, más tu hija necesita de ti, de esa resistencia tuya, esa oposición fuerte, ese límite con amor, pues está forjando su identidad, que no será idéntica a la tuya porque ella es otra persona y vivirá en un mundo distinto al tuyo. Sin embargo, a pesar de los enormes cambios sociales y tecnológicos, hay cosas que deben preservarse, como el amor por sí misma, el cuidado de su persona y la lucha por la felicidad. Ella se enfrenta contra ti pero intuye que tu amor es infinito y la sostendrás a pesar de todo. A pesar de sus cambios de humor, de sus tristezas, sus enojos y sus frustraciones. Sabe que siempre podrá regresar a ti cuando todo a su alrededor parezca derrumbarse. Así que mantente amorosa, firme, fuerte y paciente. Y cuando pase la discusión, siempre busca la oportunidad de retomar el tema en un contexto más relajado. Dile primero cómo te sientes y cuáles son tus motivaciones profundas, luego pregúntale cómo se siente ella y qué es lo que más le importa. Sigue charlando sobre lo sucedido sin acusaciones, a través de preguntas que la hagan reflexionar, tratando de que llegue por ella misma a las conclusiones que más le convienen. Y si no encontraras la manera de lograrlo de inmediato, no olvides ponerle un escalón o señalarle una puerta que le facilite volver a ti. Y busca la ayuda que necesites, pues en esta etapa de retos y enfrentamientos se puede hacer mucho daño sin querer y dejar dolorosas huellas en quien más amamos. Nunca, pero de veras nunca, una relación madre-hija debe ser vista como rota para siempre. Es complejo y maravilloso ser mujer, y tu hija lo aprende día a día de ti. Agradezco la colaboración de la Psicóloga Adriana Gamiño Gutiérez, terapeuta familiar en formación, docente y consulta privada. “Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com ,

lunes, 31 de agosto de 2020

PRESENTACIÓN DE MI LIBRO “RELATOS DE AMOR, VIDA Y MUERTE”

 

Hoy quiero hacer una invitación a mis lectores para que asistan a la presentación virtual de mi libro “Relatos de amor, vida y muerte” el próximo viernes 4  de septiembre a las 18,15 horas. Solo tienen que teclear el siguiente enlace:

 https://www.facebook.com/rmporrua/ 

Ingresamos a la tecnología. El COVID19 nos empuja. No solo es causante del “quédate en casa” sino que está ocasionando que hasta los niños de 6 años aprendan a manejar  Google Meet, Googleclassroom y otras aplicaciones que se utilizan para sus lecciones. Esos niños van a ser unos genios de la tecnología. Al principio tal vez batallen para controlar el “mouse”, elegir la materia que les toca de acuerdo a un horario, abrir o cerrar sus micrófonos y videos, pero pronto tendrán una familiaridad con  las computadores que los mayores solamente podremos admirar; difícilmente la obtendremos.

No nada más los niños y jóvenes se están beneficiando de la tecnología, también las instituciones, las empresas, los artistas y los escritores. Yo me cuento entre estos últimos y estoy muy contenta porque Editorial Porrúa hará una presentación virtual de mi libro “Relatos de amor, vida y muerte”. Y todavía me asombro de que la tecnología permita que la dueña de dicha editorial me entreviste, sin salir de casa ninguna de las dos. Comprendo que esto ya es común, pero no deja de ser maravilloso.

Me va a dar mucho gusto si mis queridos lectores asisten a la presentación y me dejan comentarios. Con sus comentarios a lo mejor hasta me siento famosa. Es mi primera vez y me encantará sentirme acompañada en este evento. No lo olviden: viernes 4 de septiembre a las 18;15  horas. Les agradezco de antemano su asistencia, y de nuevo les doy las gracias por seguirme semana por semana leyendo mis artículos. Que estén muy bien.

“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com