Michael Phelps, el
olímpico más condecorado, se retira y confiesa a los medios: "Después de
cada Juegos Olímpicos, yo entraba en un estado de depresión. En 2004 tuve la
primera, y la caída más fuerte la tuve después de los Juegos de 2012. No quería
tener nada que ver con el deporte y no quería vivir más".
Asusta que un individuo
superdotado, que supo sacar provecho de su talento y logró el éxito que
buscaba, al final diga que la vida no le atraía y llegó a pensar en el suicidio.
¿Qué pasa?, ¿qué es lo que falta?
Phelps hace con sus
declaraciones otro regalo a la humanidad, además del que nos hizo con su
deporte: atestigua que ni el cumplir las propias metas, ni el recibir la
admiración unánime de los demás, son suficientes para tener bienestar personal.
Deja entrever que es otra cosa la que otorga sentido a la propia vida. ¿Podría
tratarse de la armonía entre la mente y el cuerpo?, ¿entre las expectativas y
la realidad?
Sabemos muy poco de Phelps
para poder opinar, sólo nos permitiremos usar como ejemplo lo que publican los
medios. En 2004, él se había retado públicamente a obtener ocho oros en Atenas
(el récord era siete) y no lo consiguió, obtuvo ¡sólo seis oros y dos bronces!
¿Era poco? Para él, posiblemente sí, aunque el mundo estuviera estupefacto. Parecido
a los papás que regañan a su hijo porque sacó 10 pero no lo nombraron
representante de grupo, o primer lugar en el concurso de poesía pero no le
dieron diploma, o tantas situaciones en las que el chico está dándolo todo de
sí ¡y no resulta suficiente!
Es difícil bajar a la
realidad las mentes que se crean expectativas excesivamente elevadas (de hecho
siempre es difícil, aunque las expectativas sean cortas e incluso tontas). No
es que sea malo proponerse metas y formularse expectativas, lo terrible es
apostar la propia felicidad a ellas y condicionar la propia valía a obtenerlas.
“Si bajo 6 kilos me voy a querer mucho”, “si tengo ingresos de seis cifras,
entonces me sentiré importante”.
Todos deseamos conseguir
determinadas cosas, pero a veces lo que encontramos en la vida no coincide.
La
divergencia entre lo que uno espera y la realidad, invariablemente ocasiona dolor.
En casos extremos, depresión. ¡Hasta el saber la verdad acerca de Santa Claus y
los Santos Reyes ocasiona desilusión y sufrimiento! Supongamos que un niño se
aferrara a negar lo que es hasta la juventud y la adultez, tendríamos un
candidato a enfermedades graves.
Toda crisis vital es sólo una situación tremendamente
distinta a lo esperado.
Se suele imaginar a las
personas depresivas como enfermos de algo misterioso, pero imaginar la
depresión como una protesta contra un estado de injusticia interior,
facilitaría encontrar y aprovechar las toneladas de energía que contiene. Estado
de injusticia interior porque el sujeto se niega a mirar con amor y como
realidades a su favor los propios éxitos e intentos de éxito, virtudes,
defectos y demás características; en cambio, se convierte en un juez sádico, severo,
dispuesto a castigar incluso lo bueno, puesto que lo ve mal (distinto a como
piensa que debería ser).
No sólo afuera de nosotros
existen los tiranos y dictadores, también adentro.
Para tener amistad consigo mismo es preciso que la mente
dé su permiso. Si ésta, con sus ideales, viaja por senderos distintos de la
realidad, el sujeto experimenta soledad. No puede intimar con él mismo, por el
desprecio que hay de por medio.
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