Hay quienes afirman que el ser humano adquiere conciencia
de sí y de lo que es, hasta cumplidos los 40. Para entonces, pasó la primera
mitad de su vida impulsado por la necesidad de conocer el mundo, abrirse paso
en él, adquirir habilidades, negociar compromisos, obtener un lugar y una
familia propios… Poco tiempo le quedaba para la reflexión. Pero recién arribado
a la segunda mitad, se da cuenta que en ésta no aplican los mismos parámetros
que en la primera; entonces, reexamina sus objetivos, mira hacia atrás, hace un
balance, capitaliza su experiencia y elige qué cosas pensar acerca de lo ya vivido.
Sólo quien se acepta sin condiciones puede saborear entera
su propia vida. El selectivo, en cambio, insiste en expulsar de su conciencia
todo aquello que no se ajusta a las expectativas que le fueron sembradas en el
cerebro, reincide en pensar “esto sí y esto no” y se ve imposibilitado para
recrearse en el recuerdo, tomar su vida tal como fue y es, amarse en ella y
disponerse a vivir la segunda parte con sabiduría. Cada rechazo constituye “la
vida no vivida”. Sí que se vivió, pero no tomándola como propia ni integrándola
a la experiencia; queda como una burbuja indeseable que quisiera hacerla desaparecer.
La vida no vivida está incompleta. El dueño no se ha
entregado a ella ni la ha asumido; sigue en pie de guerra, rechazándola, varado
en el reproche y la acusación, considerándola menos de lo que esperaba y
merecía. El tiempo siguió su carrera mas no por eso ha completado el círculo de
masticarla, gustarla aunque sea amarga, extraer los nutrientes que contiene y
dejar que los residuos se vayan. La vida no vivida es un bocado que no se traga
ni se escupe y mantiene al dueño ocupado en algo que ya sólo existe en su mente,
pero que requiere un final, un acomodo y una mirada de amor que cierre el
círculo y la incluya en el pasado, al que pertenece. La vida no vivida es un
lastre que se acarrea por dos, cinco, diez, veinte o más años y entorpece el
trayecto de la propia embarcación, como si se hubieran dejado una o más anclas
atoradas en la breña y pretendiéramos seguir adelante. La vida no vivida
también atrapa a las embarcaciones de los seres queridos, pareja, hijos o
nietos que comparten nuestro barco y respiran nuestros pensamientos.
Cuando se arriba a los 40, 50, 60 o más años de edad, la
vida no vivida nos exige tomarla con amor, so pena de caer en el desencanto, la
depresión, el cinismo y la amargura. Nada de lo que vivimos tiene desperdicio,
somos resultados de ello; o rompemos la envoltura y escudriñamos el contenido
hasta extraer la sabiduría que encierra, o se convierte en un lastre sellado
que trascenderá la muerte y legaremos a nuestros descendientes. El proceso volverá
a comenzar en ellos; les tocará tomarlo con el amor que no pudimos tenerle, o
lo legarán los suyos en igual estado, de generación en generación, como destino
repetitivo que pide por favor un final.
En el Diplomado de Constelaciones Familiares hemos tenido
alumnos mayores que descubren la importancia de reconciliarse con el propio
origen, la propia vida y el propio destino, para deshacer los nudos que
atormentan a su familia y entregar a sus descendientes un legado algo más libre
de enredos, implicaciones, secretos, mandatos nocivos, recurrencias y lastres
que entorpecen la libertad. Comenzaremos el próximo 5 de septiembre. Invito a
todos los abuelos que deseen trabajar en favor suyo y de su familia a que vivan
esta transformadora experiencia.
“Psicología” es una columna abierta. Puedes participar
con ideas, temas, preguntas o sugerencias en psicologa.dolores@gmail.com , o en facebook.com/Pascua Constelaciones Familiares.