Que un niño diga: “mi papá es mejor que el
tuyo”, esencialmente no difiere a que un adulto afirme que su Dios, país,
gobierno, iglesia, costumbres… son mejores que los de otros individuos o grupos.
El término “etnocentrismo” proviene de la Antropología
y se refiere a la tendencia de considerar lógicas y normales a las propias
prácticas, y exóticas y poco
entendibles a las de grupos ajenos . Por etnocentrismo etiquetamos como "raros" o
"equivocados" a los individuos y grupos que piensan o actúan de
manera distinta a la que nosotros acostumbramos, y nos es difícil apreciarlos.
Lo anterior ocasiona que un
individuo o grupo se presuponga superior, y también
es la materia prima para construir la propia identidad: ¿Quién soy yo? ¿A qué o
a dónde pertenezco? ¿Estoy bien, o estoy mal?
En el otro extremo y muy de moda, están los
términos “globalización” y “ecumenismo”, en los que subyace la creencia de que
no hay mejores y peores, sino en distinto grado de desarrollo.
“Globalización” se refiere a un proceso de comunicación e interdependencia crecientes entre los distintos países del mundo. Este proceso es económico, tecnológico, político, social y cultural que une mercados, sociedades y culturas, a través de una serie de transformaciones sopciales, económicas y políticas.
“Ecumenismo” es un movimiento que busca la
restauración de la unidad de los cristianos, es decir, de las distintas confesiones religiosas cristianas.
Estas visiones, que también ayudan a la identidad
del individuo y del grupo como miembro del género humano, en ocasiones resultan
demasiado amplias. Ya sabemos que en el continuum “yo-los demás”, si un sujeto
no ha formulado una buena imagen de sí mismo, es incapaz de abrirse a otros,
estimarlos y considerarlos sus semejantes; le urge sentirse superior (el
complejo de inferioridad es un fracaso en sentirse mejor que otros). Dígase lo
mismo de un grupo.
Cabe la pregunta: ¿nosotros, los mexicanos, preferimos
más el etnocentrismo, o la globalización y el ecumenismo?
Es posible que igual estemos inclinados o
defensivos ante alguna de estas tendencias. En teoría, podemos elegir una, pero
en la práctica, apegarnos a ella sola es difícil; los hábitos y costumbres
tienen peso propio; las tendencias sociales, también. Es el eterno reto de
encontrar el equilibrio entre singularidad y pluralidad.
Hagamos una pequeña exploración:
¿Te gustaría que cada comunidad conservara su
traje típico, o que vistieran según las modas que vienen de Europa y los
Estados Unidos?
¿Desearías que se diluyeran las fronteras
entre países, o que se sigan necesitando visas, impuestos de aduana, controles
sobre exportaciones e importaciones?
¿Estarías de acuerdo con que todos los
creyentes en Jesucristo formaran una sola iglesia? Y en caso afirmativo, ¿que
el jefe de ella fuera nuestro Papa, o se eligiera a algún otro obispo, pastor,
presbítero o como se les llame, proveniente de un grupo de los que ahora se llaman no-católicos?
¿Cómo sería para ti dejar de llamar
"sectas" a las agrupaciones cristianas que tienen ritos distintos
para orar y predicar?
Algo debiste responder en tu interior a cada
pregunta. Nos sucede parecido a cuando una pareja se casa; ambos están secretamente
dispuestos a que prevalezcan sus propias costumbres, maneras de cocinar,
vestir, educar a los hijos o pasar las vacaciones.
Lograr el necesario equilibrio entre defender
el propio pensamiento y no volverlo dogmático; es decir, no considerarlo indiscutible
y que los demás estarían mal si rehúsan acatarlo; y permitir que los demás nos
enriquezcan con sus aportaciones sin convertirnos en “borrego del rebaño”, necesita un buen trabajo de reflexión y
grandes dosis de humildad para reconocer que también los otros tienen ideas
funcionales, y no siempre son como las nuestras.
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